BÉLGICA | Sin amor nada dura, todo se desvanece, se desmorona, y nos deja prisioneros de una vida fugaz, vacía y sin sentido

29 septiembre, 2024

BÉLGICA | Sin amor nada dura, todo se desvanece, se desmorona, y nos deja prisioneros de una vida fugaz, vacía y sin sentido, así lo dijo el Santo Padre Francisco al compartir la Homilía en la celebración de la Santa Misa y Beatificación de la Venerable Sierva de Dios Ana de Jesús, esta mañana en Estadio Rey Balduino, de la ciudad de Bruselas. El Papa nos decía, “«A quien ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y lo arrojen al mar» (Mc 9,42).

Con estas palabras, dirigidas a los discípulos, Jesús advierte del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar el camino y herir la vida de los «pequeños». Es una advertencia fuerte, severa, sobre la que debemos detenernos y reflexionar”.

Continuando, compartía, “Jesús siempre nos sorprende- y les sorprende y reprende, invitándoles a ir más allá de sus esquemas, a no dejarse «escandalizar» por la libertad de Dios. Les dice: «No se lo impidáis […] quien no está contra nosotros, está por nosotros» (Mc 9,39-40)”.

Profundizando, el Santo Padre señalaba, “(…), todos nosotros, por el Bautismo, hemos recibido una misión en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un título jactancioso. La Comunidad de los creyentes no es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y no somos enviados a llevar el Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la confianza que, más allá de todas nuestras limitaciones y pecados, Él sigue poniendo en nosotros con amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no podemos ver. Por eso nos llama, nos envía y nos acompaña pacientemente día a día”.

Avanzando, el Papa dijo, además, “el egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es «escandaloso» porque aplasta a los pequeños, humillando la dignidad de las personas y ahogando el grito de los pobres (cf. Sal 9,13). Y esto era tan cierto en tiempos de san Pablo como lo es para nosotros hoy».

Reflexionando, el Pontífice compartió, “si queremos sembrar para el futuro, incluso social y económicamente, nos hará bien volver a poner el Evangelio de la misericordia en la base de nuestras opciones. Jesús es misericordia. Nosotros, todos nosotros, hemos sido misericordiosos. De lo contrario, por imponentes que parezcan, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre gigantes con pies de barro (cf. Dn 2,31-45). No nos engañemos: sin amor nada dura, todo se desvanece, se desmorona, y nos deja prisioneros de una vida fugaz, vacía y sin sentido, de un mundo insustancial que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad, ¿por qué? Porque ha escandalizado a los pequeños”.

Finalmente, el Papa dijo, “(…) la vida y obra de Ana de Jesús, Ana de Lobera, en el día de su Beatificación. Esta mujer fue una de las protagonistas, en la Iglesia de su tiempo, de un gran movimiento de reforma, siguiendo las huellas de una «gigante del espíritu» -Teresa de Ávila-, cuyos ideales difundió por España, Francia e incluso aquí, en Bruselas, y en lo que entonces se llamaba los Países Bajos españoles. Por decisión propia, no dejó escritos. En cambio, se comprometió a poner en práctica lo que había aprendido (cf. 1 Co 15,3), y con su forma de vida contribuyó a levantar a la Iglesia en un momento de grandes dificultades. Acojamos, pues, con gratitud el modelo de «santidad femenina» que nos ha dejado (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), delicada y fuerte, hecha de apertura, comunión y testimonio”.

A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Su Santidad Francisco:

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO

A LUXEMBURGO Y BÉLGICA

(26-29 de septiembre de 2024)

SANTA MISA Y BEATIFICACIÓN

DE LA VENERABLE SIERVA DE DIOS ANA DE JÉSUS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Estadio Rey Balduino (Bruselas)

Domingo 29 de septiembre de 2024

«A quien ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y lo arrojen al mar» (Mc 9,42). Con estas palabras, dirigidas a los discípulos, Jesús advierte del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar el camino y herir la vida de los «pequeños». Es una advertencia fuerte, severa, sobre la que debemos detenernos y reflexionar. Quisiera hacerlo con vosotros, a la luz también de los otros textos sagrados, a través de tres palabras clave: apertura, comunión y testimonio.

En primer lugar, apertura. La primera lectura y el Evangelio nos hablan de ella, mostrándonos la acción libre del Espíritu Santo que, en la narración del éxodo, colma con su don de profecía no sólo a los ancianos que iban con Moisés a la tienda del encuentro, sino también a dos hombres que se habían quedado en el campamento.

Esto da que pensar, porque, si al principio era escandaloso que se ausentaran del grupo de los elegidos, después del don del Espíritu es escandaloso prohibirles ejercer la misión que han recibido. Esto lo entiende muy bien Moisés, hombre humilde y sabio, que con mente y corazón abiertos dice: «¡Que todos ellos sean profetas en el pueblo del Señor, y que el Señor ponga su espíritu sobre ellos!» (Números 11,29). ¡Hermoso presagio!

Sabias palabras que prefiguran lo que Jesús dice en el Evangelio (cf. Mc 9,38-43.45.47-48). Aquí la escena se desarrolla en Cafarnaún, y los discípulos quieren impedir que un hombre expulse demonios en nombre del Maestro, porque -dicen- «no nos ha seguido» (Mc 9,38), es decir, «no está en nuestro grupo». Esto es lo que piensan: «Quien no nos sigue, quien no es “de nuestro grupo” no puede hacer milagros, no tiene derecho». Pero Jesús les sorprende -como siempre, Jesús siempre nos sorprende- y les sorprende y reprende, invitándoles a ir más allá de sus esquemas, a no dejarse «escandalizar» por la libertad de Dios. Les dice: «No se lo impidáis […] quien no está contra nosotros, está por nosotros» (Mc 9,39-40).

Observemos bien estas dos escenas, la de Moisés y la de Jesús, porque también nos conciernen a nosotros y a nuestra vida cristiana. En efecto, todos nosotros, por el Bautismo, hemos recibido una misión en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un título jactancioso. La Comunidad de los creyentes no es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y no somos enviados a llevar el Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la confianza que, más allá de todas nuestras limitaciones y pecados, Él sigue poniendo en nosotros con amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no podemos ver. Por eso nos llama, nos envía y nos acompaña pacientemente día a día.

Por eso, si queremos cooperar, con amor abierto y solícito, en la acción libre del Espíritu, sin ser escándalo, obstáculo para nadie con nuestra presunción y rigidez, necesitamos realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría. No debemos resentirnos, sino alegrarnos de que otros también puedan hacer lo que nosotros hacemos, para que el Reino de Dios crezca y todos estemos un día unidos en los brazos del Padre.

Y esto nos lleva a la segunda palabra: comunión. Santiago nos habla de ella en la segunda lectura (cf. St 5,1-6) con dos imágenes fuertes: las riquezas que se corrompen (cf. v. 3), y las protestas de los segadores que llegan a oídos del Señor (cf. v. 4). Nos recuerda así que el único camino de la vida es el del don, el del amor que une en el compartir. El camino del egoísmo sólo genera cierres, muros y obstáculos – «escándalos», en realidad- que nos encadenan a las cosas y nos alejan de Dios y de los hermanos.

El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es «escandaloso» porque aplasta a los pequeños, humillando la dignidad de las personas y ahogando el grito de los pobres (cf. Sal 9,13). Y esto era tan cierto en tiempos de san Pablo como lo es para nosotros hoy. Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede cuando los principios del interés propio y de la lógica del mercado se sitúan en la base de la vida de las personas y de las comunidades (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 54-58). Se crea un mundo en el que ya no hay lugar para los que tienen dificultades, ni misericordia para los que yerran, ni compasión para los que sufren y no pueden hacer frente a la situación. No la hay.

Pensemos en lo que sucede cuando los pequeños son escandalizados, heridos, maltratados por aquellos que deberían cuidarlos, en las heridas de dolor e impotencia en primer lugar en las víctimas, pero también en sus familias y en la comunidad. Con la mente y el corazón vuelvo a las historias de algunos de estos «pequeños» que conocí anteayer. Los escuché, sentí su sufrimiento como abusados y lo repito aquí: en la Iglesia hay lugar para todos, todos, pero todos serán juzgados y no hay lugar para el abuso, no hay lugar para encubrir el abuso. Pido a todos: ¡no encubráis los abusos! Pido a los obispos: ¡no encubran los abusos! Condenad a los abusadores y ayudadles a recuperarse de esta enfermedad del abuso. El mal no se puede ocultar: el mal hay que sacarlo a la luz, que se sepa, como han hecho algunos abusadores, y con valentía. Que se sepa. Y que se juzgue al maltratador. Que se juzgue al maltratador, sea laico, laica, sacerdote u obispo: que se le juzgue.

La Palabra de Dios es clara: dice que las «protestas de los segadores» y el «clamor de los pobres» no pueden ser ignorados, no pueden ser borrados, como si fueran la nota discordante en el concierto perfecto del mundo de la opulencia, ni pueden ser amortiguados por alguna forma de asistencialismo cosmético. Al contrario, son la voz viva del Espíritu, nos recuerdan quiénes somos -todos somos pobres pecadores, todos, el primer yo-; y los maltratados son un lamento que sube al cielo, que toca el alma, que avergüenza y llama a la conversión. No obstaculicemos su voz profética acallándola con nuestra indiferencia. Escuchemos lo que dice Jesús en el Evangelio: ¡lejos de nosotros el ojo escandaloso, que ve al indigente y se aparta! ¡Lejos de nosotros la mano escandalosa, que aprieta el puño para esconder sus tesoros y se retira codiciosa a sus bolsillos! Mi abuela decía: «El diablo entra por los bolsillos». Esa mano que golpea para cometer un abuso sexual, un abuso de poder, un abuso de conciencia contra los que son más débiles. Y ¡cuántos casos de abuso tenemos en nuestra historia, en nuestra sociedad! ¡Lejos de nosotros el pie escandaloso, que corre velozmente no para acercarse a los que sufren, sino para «pasar por encima» y guardar las distancias! ¡Lejos de nosotros! ¡Nada bueno y sólido se construye así! Y una pregunta que me gusta hacer a la gente: «Tú, ¿das limosna?». – «¡Sí, Padre, sí!» – «Y dime, cuando das limosna, ¿tocas la mano del necesitado, o se la tiras así y miras para otro lado? Miras a los ojos de la gente que sufre?». Pensemos en esto.

Si queremos sembrar para el futuro, incluso social y económicamente, nos hará bien volver a poner el Evangelio de la misericordia en la base de nuestras opciones. Jesús es misericordia. Nosotros, todos nosotros, hemos sido misericordiosos. De lo contrario, por imponentes que parezcan, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre gigantes con pies de barro (cf. Dn 2,31-45). No nos engañemos: sin amor nada dura, todo se desvanece, se desmorona, y nos deja prisioneros de una vida fugaz, vacía y sin sentido, de un mundo insustancial que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad, ¿por qué? Porque ha escandalizado a los pequeños.

Y así llegamos a la tercera palabra: testimonio. Podemos tomar ejemplo, a este respecto, de la vida y obra de Ana de Jesús, Ana de Lobera, en el día de su Beatificación. Esta mujer fue una de las protagonistas, en la Iglesia de su tiempo, de un gran movimiento de reforma, siguiendo las huellas de una «gigante del espíritu» -Teresa de Ávila-, cuyos ideales difundió por España, Francia e incluso aquí, en Bruselas, y en lo que entonces se llamaba los Países Bajos españoles.

En una época marcada por dolorosos escándalos, dentro y fuera de la comunidad cristiana, ella y sus compañeras, con su vida sencilla y pobre, hecha de oración, trabajo y caridad, fueron capaces de devolver a la fe a tanta gente que alguien describió su fundación en esta ciudad como un «imán espiritual».

Por decisión propia, no dejó escritos. En cambio, se comprometió a poner en práctica lo que había aprendido (cf. 1 Co 15,3), y con su forma de vida contribuyó a levantar a la Iglesia en un momento de grandes dificultades.

Acojamos, pues, con gratitud el modelo de «santidad femenina» que nos ha dejado (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), delicada y fuerte, hecha de apertura, comunión y testimonio. Encomendémosla a la oración, imitemos sus virtudes y renovemos con ella nuestro compromiso de caminar juntos tras las huellas del Señor.

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