MARSELLA | Es bueno que los cristianos sean insuperables en caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la carta magna de la pastoral

23 septiembre, 2023

FRANCIA

MARSELLA | Es bueno que los cristianos sean insuperables en caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la carta magna de la pastoral, así lo pedía el Santo Padre al compartir su mensaje en la clausura los Encuentros Mediterráneos de Marsella. Celebrado en la mañana de hoy (hora local), en el Palais du Pharo, Su Santidad Francisco luego de saludar a todos, se dirigió a los presentes.

El Papa decía, “gracias por vuestro trabajo y por las valiosas reflexiones que habéis compartido”. Agregando, “(…) están juntos no para tratar intereses mutuos, sino animados por el deseo de cuidar de la humanidad; gracias por hacerlo con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad.

La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia Menor, el mito la remonta a una historia de amor entre un marino emigrado y una princesa nativa. Desde sus orígenes, ha tenido un carácter compuesto y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da patria a los que ya no la tienen. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia es posible y fuente de alegría”.

Continuando, el Santo Padre, expresó, “(…) me gustaría proponerles algunas reflexiones en torno a tres realidades que caracterizan Marsella: el mar, el puerto y el faro. Son tres símbolos. 1. El mar. Una marea de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran tradición multiétnica y multicultural, representada por los más de 60 consulados presentes en su territorio. Marsella es a la vez una ciudad plural y singular, pues es su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo, la que hace singular su historia”.

Profundizando, el Pontífice completaba, “(…) en el actual mar de conflictos, estamos aquí para potenciar la contribución del Mediterráneo, para que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque ésa es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes se encuentran sobre la base de la humanidad que todos compartimos, no de ideologías opuestas”.

Respecto de la segunda condición, el puerto, el Papa decía, “durante siglos, el puerto de Marsella ha sido una puerta abierta de par en par al mar, a Francia y a Europa. Desde aquí han partido muchos a buscar trabajo y futuro en el extranjero, y desde aquí muchos han cruzado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza”.

Diciendo en otro párrafo, “quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar: si los vemos como hermanos, se nos aparecerán sobre todo como regalos. Mañana será el Día Mundial del Migrante y del Refugiado. Dejémonos conmover por la historia de tantos de nuestros hermanos y hermanas en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos cerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar el naufragio de la civilización. El futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la historia”.

El Santo Padre también compartía, “(…) el puerto de Marsella es también una «puerta de la fe». Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola muy actual, que nos abre los ojos a la desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres”.

Además, Su Santidad Francisco pidió, “(…) es bueno que los cristianos sean insuperables en caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la carta magna de la pastoral. No estamos llamados a lamentar tiempos pasados ni a redefinir la relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a medir la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020)”.

Completando, el Papa nos revelaba sobre el tercer aspecto, la del faro, “ilumina el mar y muestra el puerto. ¿Qué estelas luminosas pueden orientar el rumbo de las Iglesias en el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre caminos más sinérgicos, quizás incluso considerar la oportunidad de una Conferencia Eclesial Mediterránea, como dijo el cardenal [Aveline] que permitiría mayores posibilidades de intercambio y daría mayor representatividad eclesial a la región.

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, finalmente me hace pensar sobre todo en los jóvenes: ellos son la luz que señala el camino a seguir. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus; de los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a tejer relaciones entre culturas que la universidad? Allí, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el futuro (…)”.

A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:

SESIÓN CONCLUSIVA DE LOS «ENCUENTROS MEDITERRÁNEOS

 DISCORSO DEL SANTO PADRE

Palais du Pharo (Marsella)

Sábado, 23 septiembre 2023

Señor Presidente de la República

queridos Hermanos Obispos distinguidos Alcaldes y Autoridades representantes de ciudades y territorios bañados por el Mar Mediterráneo, ¡amigos y amigas todos!

Los saludo cordialmente, agradecido a cada uno de vosotros por haber aceptado la invitación del cardenal Aveline a participar en estos encuentros. Gracias por vuestro trabajo y por las valiosas reflexiones que habéis compartido. Después de Bari y Florencia, el camino al servicio de los pueblos mediterráneos avanza: también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar intereses mutuos, sino animados por el deseo de cuidar de la humanidad; gracias por hacerlo con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad.

La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia Menor, el mito la remonta a una historia de amor entre un marino emigrado y una princesa nativa. Desde sus orígenes, ha tenido un carácter compuesto y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da patria a los que ya no la tienen. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia es posible y fuente de alegría. En el mapa, entre Niza y Montpellier, casi parece dibujar una sonrisa; y me gusta pensarlo así: Marsella es «la sonrisa del Mediterráneo». Por eso me gustaría proponerles algunas reflexiones en torno a tres realidades que caracterizan Marsella: el mar, el puerto y el faro. Son tres símbolos.

1. El mar. Una marea de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran tradición multiétnica y multicultural, representada por los más de 60 consulados presentes en su territorio. Marsella es a la vez una ciudad plural y singular, pues es su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo, la que hace singular su historia. A menudo oímos decir hoy que la historia mediterránea es un entramado de conflictos entre civilizaciones, religiones y visiones diferentes. No ignoremos los problemas -¡que los hay! – pero no nos engañemos: los intercambios que han tenido lugar entre los pueblos han hecho del Mediterráneo una cuna de civilizaciones, un mar rebosante de tesoros, hasta el punto de que, como escribió un gran historiador francés, «no es un paisaje, sino innumerables paisajes. No es un mar, sino una sucesión de mares»; «durante milenios todo ha fluido en él, complicando y enriqueciendo su historia» (F. Braudel, La Méditerranée, París 1985, 16). El mare nostrum es un espacio de encuentro: entre las religiones abrahámicas; entre el pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el derecho, y entre muchas otras realidades. Ha transmitido al mundo el alto valor del ser humano, dotado de libertad, abierto a la verdad y necesitado de salvación, que ve el mundo como una maravilla por descubrir y un jardín por habitar, en el signo de un Dios que establece alianzas con los hombres.

Un gran alcalde leyó en el Mediterráneo no una cuestión de conflicto, sino una respuesta de paz, es más, «el principio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo» (G. La Pira, Parole a conclusione del primo Colloquio Mediterraneo, 6 de octubre de 1958). En efecto, dijo: «La respuesta […] es posible si se considera la común vocación histórica y, por así decirlo, permanente que la Providencia ha asignado en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará en el futuro a los pueblos y naciones que viven a orillas de este misterioso lago Tiberíades ampliado que es el Mediterráneo» (Discurso de apertura del Primer Coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958). El lago de Tiberíades, es decir, el mar de Galilea, lugar donde, en la época de Cristo, se concentraba una gran variedad de pueblos, cultos y tradiciones. Allí mismo, en la «Galilea de los gentiles» (cf. Mt 4,15) atravesada por la Ruta del Mar, se desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y en muchos sentidos inestable fue el lugar de la proclamación universal de las Bienaventuranzas, en nombre de un Dios Padre de todos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Era también una invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando las barreras étnicas y culturales. He aquí, pues, la respuesta que viene del Mediterráneo: este perenne mar de Galilea invita a oponer a la división de los conflictos la «convivialidad de las diferencias» (T. Bello, Benedette inquietudini, Milano 2001, 73). El mare nostrum, en la encrucijada entre Norte y Sur, Este y Oeste, concentra los desafíos del mundo entero, como atestiguan sus «cinco orillas»: Norte de África, Oriente Próximo, Mar Negro-Egeo, Balcanes y Europa Latina. Es una avanzadilla de retos que afectan a todos: pensemos en el clima, donde el Mediterráneo representa un punto caliente en el que los cambios se dejan sentir con mayor rapidez; ¡qué importante es preservar el maquis mediterráneo, un tesoro de biodiversidad! En resumen, este mar, un medio que ofrece un enfoque único de la complejidad, es un «espejo del mundo» y lleva en sí mismo una vocación global de fraternidad, una vocación única y la única manera de prevenir y superar los conflictos.

Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para potenciar la contribución del Mediterráneo, para que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque ésa es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes se encuentran sobre la base de la humanidad que todos compartimos, no de ideologías opuestas. Sí, el Mediterráneo expresa un pensamiento no uniforme e ideológico, sino polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital, abierto y conciliador: un pensamiento comunitario, esa es la palabra. ¡Cuánto lo necesitamos en la coyuntura actual, en la que los nacionalismos trasnochados y beligerantes quieren acabar con el sueño de la comunidad de naciones! Pero -recordémoslo- con las armas se hace la guerra, no la paz, y con la ambición de poder siempre se vuelve al pasado, no se construye el futuro.

¿Dónde, pues, debemos empezar a arraigar la paz? A orillas del mar de Galilea, Jesús comenzó dando esperanza a los pobres, proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, curó sus heridas, les proclamó primero la buena nueva del Reino. De ahí debemos partir de nuevo, del grito a menudo silencioso de los últimos, no de los primeros de la clase que, estando bien, alzan la voz. Partamos de nuevo, Iglesia y comunidad civil, de la escucha de los pobres, que «abrazan, no cuentan» (P. Mazzolari, La parola ai poveri, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no números. El cambio de ritmo en nuestras comunidades radica en tratarlos como hermanos cuyas historias debemos conocer, no como problemas molestos, echarlos, mandarlos a casa; radica en acogerlos, no en esconderlos; en integrarlos, no en desalojarlos; en darles dignidad. Y Marsella, quiero repetirlo, es la capital de la integración de los pueblos. Este es vuestro orgullo. Hoy el mar de la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere también a la espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay delincuencia: donde hay pobreza material, educativa, laboral, cultural y religiosa, se allana el terreno de las mafias y los tráficos ilícitos. No basta con el compromiso de las instituciones, hace falta una sacudida de conciencia para decir «no» a la ilegalidad y «sí» a la solidaridad, que no es una gota en el océano, sino el elemento indispensable para purificar sus aguas.

De hecho, el verdadero mal social no es tanto el crecimiento de los problemas, sino el declive de la atención. ¿Quién se ocupa hoy de los jóvenes abandonados a su suerte, presa fácil de la delincuencia y la prostitución? ¿Quién se hace cargo de ellos? ¿Quién está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que debería hacerlas más libres? ¿Quién se ocupa de las familias asustadas, temerosas del futuro y de traer nuevas criaturas al mundo? ¿Quién escucha los gemidos de los ancianos solitarios que, en lugar de ser valorados, son aparcados, con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, en realidad más salada que las aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades del individuo? Hoy tenemos el drama de confundir niños con cachorros. Mi secretario me contaba que, al pasar por la plaza de San Pedro, había visto a unas mujeres que llevaban bebés en cochecitos… ¡pero no eran bebés, eran perritos! Esta confusión nos dice algo malo. ¿Quién mira con compasión más allá de sus costas para escuchar los gritos de dolor que se elevan desde el norte de África y Oriente Próximo? ¡Cuántas personas viven inmersas en la violencia y sufren situaciones de injusticia y persecución! Y pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a abandonar sus tierras o a vivir en ellas sin que se les reconozcan sus derechos, sin gozar de plena ciudadanía. Por favor, comprometámonos para que los que forman parte de la sociedad se conviertan en sus ciudadanos de pleno derecho. Y luego hay un grito de dolor que resuena sobre todo, y que está convirtiendo el mare nostrum en mare mortuum, el Mediterráneo de la cuna de la civilización a la tumba de la dignidad. Es el grito sofocado de los hermanos y hermanas migrantes, al que quisiera dedicar atención reflexionando sobre la segunda imagen que Marsella nos ofrece, la de su puerto.

2. Durante siglos, el puerto de Marsella ha sido una puerta abierta de par en par al mar, a Francia y a Europa. Desde aquí han partido muchos a buscar trabajo y futuro en el extranjero, y desde aquí muchos han cruzado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto y es una gran puerta, que no se puede cerrar. Varios puertos mediterráneos, en cambio, se han cerrado. Y dos palabras han resonado, alimentando los temores de la gente: «invasión» y «emergencia». Y los puertos se cerraron. Pero quienes se juegan la vida en el mar no invaden, buscan acogida, buscan la vida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno migratorio no es tanto una urgencia momentánea, siempre buena para agitar la propaganda alarmista, sino un hecho de nuestro tiempo, un proceso que implica a tres continentes en torno al Mediterráneo y que debe ser gobernado con sabia clarividencia: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las dificultades objetivas. Miro, aquí, en este mapa, a los puertos privilegiados para los migrantes: Chipre, Grecia, Malta, Italia y España… Miran al Mediterráneo y reciben migrantes. El mare nostrum clama justicia, con sus orillas que exudan opulencia, consumismo y despilfarro por un lado, y pobreza y precariedad por el otro. También en este caso, el Mediterráneo es un reflejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia el Norte, con tantos países en desarrollo, asolados por la inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertización, que miran hacia los ricos, en un mundo globalizado en el que todos estamos conectados pero las diferencias nunca han sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es nueva en los últimos años, y no es este Papa venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia lleva más de cincuenta años hablando de ello en tono sincero.

Acababa de concluir el Concilio Vaticano II y San Pablo VI, en su Encíclica Populorum progressio, escribió: «Los pueblos del hambre desafían hoy dramáticamente a los pueblos de la opulencia. La Iglesia tiembla ante este grito de angustia y llama a cada uno a responder con amor al hermano» (n. 3). El Papa Montini enumeró «tres deberes» de las naciones más desarrolladas, «enraizados en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, es decir, la ayuda que las naciones ricas deben prestar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, es decir, la recomposición en términos más justos de las relaciones comerciales defectuosas entre pueblos fuertes y débiles; deber de caridad universal, es decir, la promoción de un mundo más humano para todos, un mundo en el que todos tengan algo que dar y que recibir, sin que el progreso de unos constituya un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44). A la luz del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el «deber de hospitalidad», sobre el que, escribió, «nunca se insistirá bastante» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello, escribiendo que «la Familia de Nazaret en el exilio, Jesús, María y José emigrando a Egipto […] son el modelo, el ejemplo y el apoyo de todos los emigrantes y peregrinos de todas las épocas y de todos los países, de todos los refugiados de cualquier condición que, apremiados por la persecución o la necesidad, se ven obligados a abandonar su patria, a sus parientes queridos, […] y a marchar a tierra extranjera» (Const. Ap. Exsul Familia de spirituali emigrantium cura, 1 de agosto de 1952).

Ciertamente, las dificultades de la acogida están a la vista. Hay que acoger, proteger o acompañar, promover e integrar a los emigrantes. Si no se hace así, el emigrante acaba en la órbita de la sociedad. Acogido, acompañado, promovido e integrado: este es el estilo. Es cierto que no es fácil tener este estilo ni integrar a las personas que no se espera, pero el criterio principal no puede ser la preservación del propio bienestar, sino la preservación de la dignidad humana. Quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar: si los vemos como hermanos, se nos aparecerán sobre todo como regalos. Mañana será el Día Mundial del Migrante y del Refugiado. Dejémonos conmover por la historia de tantos de nuestros hermanos y hermanas en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos cerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar el naufragio de la civilización. El futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la historia. Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la solución no es rechazar, sino garantizar, en función de las posibilidades de cada uno, un gran número de entradas legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en el marco de la cooperación con los países de origen. Decir «basta», por otra parte, es cerrar los ojos; intentar «salvarse» ahora se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras nos agradecerán si hemos sido capaces de crear las condiciones para una integración inevitable, mientras que nos culparán si sólo hemos fomentado una asimilación estéril. La integración, incluso de los emigrantes, es laboriosa, pero previsora: prepara el futuro, que, nos guste o no, será juntos o no; la asimilación, que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus propios paradigmas, hace prevalecer la idea sobre la realidad y compromete el futuro, aumentando las distancias y provocando la guetización, que hace estallar la hostilidad y la intolerancia. Necesitamos la fraternidad como necesitamos el pan. La propia palabra «hermano», en su derivación indoeuropea, revela una raíz relacionada con la nutrición y el sustento. Sólo nos sostendremos alimentando de esperanza a los más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No olvidéis la hospitalidad» (Hb 13,2), nos dice la Escritura. Y en el Antiguo Testamento se repite: la viuda, el huérfano y el forastero. Los tres deberes de la caridad: asistir a la viuda, asistir al huérfano y asistir al extranjero, al emigrante.

En este sentido, el puerto de Marsella es también una «puerta de la fe». Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola muy actual, que nos abre los ojos a la desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, los cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el único Hombre que a orillas del Mediterráneo habló de sí mismo como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6), no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro. No cerremos los caminos del encuentro, ¡por favor! No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad del hombre, que la vida se convierta en muerte. La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta encíclica Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son sus tesoros. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la coherencia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!

Pienso, por ejemplo, en San Carlos de Foucauld, el «hermano universal», en los mártires de Argelia, pero también en tantos trabajadores de la caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el que atracar y del que partir para tejer lazos con los hombres de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí -escribía Bernanos- «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Jeanne relapse et sainte, París 1994, 74). Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que afirmó estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. San César de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensieri, n. 301) y que «la verdad fuera de la caridad no es Dios, sino que es su imagen y un ídolo que no hay que amar ni adorar» (Pensieri, n. 767). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (Conferencias espirituales XVI, 6).

Por tanto, es bueno que los cristianos sean insuperables en caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la carta magna de la pastoral. No estamos llamados a lamentar tiempos pasados ni a redefinir la relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a medir la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6, 2). Queridos hermanos en el episcopado, no carguemos a las personas con cargas, sino aliviémoslas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el alivio de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia no sea una colección de recetas, que la Iglesia sea un puerto de esperanza para los descorazonados. Ensanchad el corazón, por favor. Que la Iglesia sea un puerto de refresco, donde la gente se sienta animada a tomar las riendas de la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. Que la Iglesia no sea aduana. Recordemos al Señor: todos, todos están invitados.

3. Y así llego brevemente a la última imagen, la del faro. Ilumina el mar y muestra el puerto. ¿Qué estelas luminosas pueden orientar el rumbo de las Iglesias en el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre caminos más sinérgicos, quizás incluso considerar la oportunidad de una Conferencia Eclesial Mediterránea, como dijo el cardenal [Aveline] que permitiría mayores posibilidades de intercambio y daría mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más conectada, para que las diócesis más expuestas puedan prestar una mejor asistencia espiritual y humana a sus hermanas y hermanos que llegan necesitados.

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, finalmente me hace pensar sobre todo en los jóvenes: ellos son la luz que señala el camino a seguir. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus; de los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a tejer relaciones entre culturas que la universidad? Allí, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el futuro. Las universidades mediterráneas son laboratorios de sueños y obras de construcción del futuro, donde los jóvenes maduran encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo. Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se aleja la retórica fundamentalista. ¡Cuidado con la prédica de tantos fundamentalismos que hoy están de moda! Los jóvenes bien formados y confraternizadores pueden abrir puertas de diálogo insospechadas. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, antes debemos ser creíbles: olvidados de nosotros mismos, libres de autorreferencialidad, entregados a gastarnos incansablemente por los demás. Pero el desafío primordial de la educación concierne a toda edad formativa: ya desde niños, «mezclándose» con los demás, se pueden superar muchas barreras y preconceptos, desarrollando la propia identidad en el contexto del enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación al servicio y animando una «creatividad de la fraternidad».

Hermanos y hermanas, el desafío es también el de una teología mediterránea -la teología debe estar enraizada en la vida; una teología de laboratorio no funciona-, que desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, «casa» de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir generaciones vinculando memoria y futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre los cristianos y el diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, devuelva la esperanza al hombre, misterio de libertad necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y es necesario también reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer o dominar, y que, por el contrario, debe ser sustraído a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad de los buscadores.

Queridos hermanos y hermanas, ¡estoy feliz de estar aquí, en Marsella! El Sr. Presidente me invitó una vez a visitar Francia y me dijo: «¡Pero es importante que vengas a Marsella!». Y así lo hice. Os agradezco vuestra paciente escucha y vuestro compromiso. ¡Adelante, valientes! Sed un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia de solidaridad; sed un puerto de acogida, para abrazar a quienes buscan un futuro mejor; sed un faro de paz, para escindir, mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Muchas gracias.

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