PAPA FRANCISCO | Confiémosle el mundo entero a María, para que renazca la esperanza, para que brote por fin la paz para todos los pueblos de la tierra, así lo pidió el Santo Padre al compartir la Homilía, al presidir la Santa Misa en la Basílica de San Pedro. Fue en la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en la octava de Navidad y en la 58ª Jornada Mundial de la Paz, con el tema: «Perdona nuestras ofensas: concédenos tu paz».
Su Santidad Francisco, nos decía, “al comienzo de un nuevo año que el Señor concede a nuestras vidas, es bueno elevar la mirada de nuestro corazón a María. Porque ella, siendo Madre, nos reenvía a la relación con su Hijo: nos devuelve a Jesús, nos habla de Jesús, nos conduce a Jesús. Así, la solemnidad de María Santísima Madre de Dios nos sumerge de nuevo en el Misterio de la Navidad: Dios se hizo uno de nosotros en el seno de María, y a nosotros, que abrimos la Puerta Santa para comenzar el Jubileo, se nos recuerda hoy que «María es, pues, la puerta por la que Cristo entró en este mundo» (San Ambrosio, Epístola 42, 4: PL, VII)”.
Continuando, agregaba, “el apóstol Pablo precisa que nació de mujer, casi siente la necesidad de recordarnos que Dios se hizo verdaderamente hombre a través de un vientre humano. Existe una tentación, que fascina a tanta gente hoy en día, pero que también puede seducir a muchos cristianos: imaginar o fabricar un Dios «abstracto», vinculado a una vaga idea religiosa, a alguna buena emoción pasajera”.
El Papa también nos compartía, “nacido de mujer. Esta expresión nos habla también de la humanidad de Cristo, para decirnos que Él se revela en la fragilidad de la carne. Si descendió en el seno de una mujer, naciendo como todas las criaturas, aquí se muestra en la fragilidad de un Niño. Por eso los pastores, yendo a ver con sus propios ojos lo que el Ángel les había anunciado, no encontraron signos extraordinarios ni manifestaciones grandiosas, sino que «encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16)”.
En otro párrafo, el Pontífice señaló, “(…), es hermoso pensar que María, la doncella de Nazaret, nos conduce siempre al Misterio de su Hijo, Jesús. Ella nos recuerda que Jesús viene en la carne y, por tanto, el lugar privilegiado donde podemos encontrarlo es ante todo nuestra vida, nuestra frágil humanidad, la de los que pasan a nuestro lado cada día”.
Completando, decía, “María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos espera allí mismo, en el pesebre. Ella nos muestra, como a los pastores, al Dios que siempre nos sorprende, que no viene en el esplendor de los cielos, sino en la pequeñez de un pesebre. Confiémosle este nuevo año jubilar, entreguémosle las preguntas, las preocupaciones, los sufrimientos, las alegrías y todo lo que llevamos en el corazón. Ella es madre, Ella es madre. Confiémosle el mundo entero, para que renazca la esperanza, para que brote por fin la paz para todos los pueblos de la tierra”.
A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Su Santidad Francisco:
Santa Misa en la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y en la 58ª Jornada Mundial de la Paz
Al comienzo de un nuevo año que el Señor concede a nuestras vidas, es bueno elevar la mirada de nuestro corazón a María. Porque ella, siendo Madre, nos reenvía a la relación con su Hijo: nos devuelve a Jesús, nos habla de Jesús, nos conduce a Jesús. Así, la solemnidad de María Santísima Madre de Dios nos sumerge de nuevo en el Misterio de la Navidad: Dios se hizo uno de nosotros en el seno de María, y a nosotros, que abrimos la Puerta Santa para comenzar el Jubileo, se nos recuerda hoy que «María es, pues, la puerta por la que Cristo entró en este mundo» (San Ambrosio, Epístola 42, 4: PL, VII).
El Apóstol Pablo resume este Misterio afirmando que «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4). Estas palabras – «nacido de mujer»- resuenan hoy en nuestros corazones y nos recuerdan que Jesús, nuestro Salvador, se hizo carne y se revela en la fragilidad de la carne.
Nacido de mujer. Esta expresión nos remite en primer lugar a la Navidad: el Verbo se hizo carne. El apóstol Pablo precisa que nació de mujer, casi siente la necesidad de recordarnos que Dios se hizo verdaderamente hombre a través de un vientre humano. Existe una tentación, que fascina a tanta gente hoy en día, pero que también puede seducir a muchos cristianos: imaginar o fabricar un Dios «abstracto», vinculado a una vaga idea religiosa, a alguna buena emoción pasajera. En cambio, Él es concreto, es humano: nació de una mujer, tiene un rostro y un nombre, y nos llama a tener una relación con Él. Cristo Jesús, nuestro Salvador, nació de mujer; tiene carne y sangre; salió del seno del Padre, pero se encarnó en el vientre de la Virgen María; vino de lo alto del cielo, pero habita en lo profundo de la tierra; es Hijo de Dios, pero se hizo Hijo del hombre. Él, imagen del Dios omnipotente, vino en debilidad; y aunque era sin mancha, «Dios le hizo pecado por nosotros» (2 Co 5,21). Nació de mujer y es uno de nosotros. Por eso mismo puede salvarnos.
Nacido de mujer. Esta expresión nos habla también de la humanidad de Cristo, para decirnos que Él se revela en la fragilidad de la carne. Si descendió en el seno de una mujer, naciendo como todas las criaturas, aquí se muestra en la fragilidad de un Niño. Por eso los pastores, yendo a ver con sus propios ojos lo que el Ángel les había anunciado, no encontraron signos extraordinarios ni manifestaciones grandiosas, sino que «encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Encuentran a un niño indefenso, frágil, necesitado de los cuidados de su madre, necesitado de pañales y de leche, de caricias y de amor. San Luis María Grignion de Montfort dice que la Sabiduría divina «no quiso, aunque pudo, darse directamente a los hombres, sino que prefirió darse por medio de la Santísima Virgen. Tampoco quiso venir al mundo a la edad de un hombre perfecto, independiente de los demás, sino como un pobre niñito, necesitado de los cuidados y del alimento de su Madre» (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 139). Y así, en toda la vida de Jesús podemos ver esta elección de Dios, la elección de la pequeñez y el ocultamiento; Él nunca cedería a la seducción del poder divino para realizar grandes signos e imponerse a los demás, como había sugerido el diablo, sino que revelaría el amor de Dios en la belleza de su humanidad, habitando entre nosotros, compartiendo la vida ordinaria hecha de trabajos y sueños, mostrando compasión por los sufrimientos del cuerpo y del espíritu, abriendo los ojos de los ciegos y refrescando a los perdidos de corazón. Compasión. Las tres actitudes de Dios son la misericordia, la cercanía y la compasión. Dios se hace cercano, misericordioso y compasivo. No lo olvidemos. Jesús nos muestra a Dios a través de su frágil humanidad, cuidando de los frágiles.
Hermanas y hermanos, es hermoso pensar que María, la doncella de Nazaret, nos conduce siempre al Misterio de su Hijo, Jesús. Ella nos recuerda que Jesús viene en la carne y, por tanto, el lugar privilegiado donde podemos encontrarlo es ante todo nuestra vida, nuestra frágil humanidad, la de los que pasan a nuestro lado cada día. Y al invocarla como Madre de Dios, afirmamos que Cristo fue engendrado por el Padre, pero nació verdaderamente del seno de una mujer. Afirmamos que Él es el Señor del tiempo, pero habita este tiempo nuestro, incluso este nuevo año, con su presencia amorosa. Afirmamos que Él es el Salvador del mundo, pero podemos encontrarlo y debemos buscarlo en el rostro de cada ser humano. Y si Él, que es el Hijo de Dios, se hizo pequeño para ser acogido en los brazos de una madre, para ser cuidado y amamantado, significa que todavía hoy viene en todos los que necesitan los mismos cuidados: en cada hermana y hermano que encontramos y que necesita atención, escucha, ternura.
Este nuevo año que se abre, confiémoslo a María, Madre de Dios, para que también nosotros aprendamos, como ella, a encontrar la grandeza de Dios en la pequeñez de la vida; para que aprendamos a cuidar de toda criatura nacida de mujer, custodiando ante todo el don precioso de la vida, como hace María: la vida en el seno materno, la vida de los niños, la vida de los que sufren, la vida de los pobres, la vida de los ancianos, de los solos, de los moribundos. Y hoy, Jornada Mundial de la Paz, esta invitación que brota del corazón materno de María estamos todos llamados a asumirla: acariciar la vida, cuidar la vida herida -tanta vida herida, tanta-, devolver la dignidad a la vida de todo «nacido de mujer» es la base fundamental para construir una civilización de paz. Por eso, «pido un firme compromiso para promover el respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, para que cada persona pueda amar su vida y mirar al futuro con esperanza» (Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2025).
María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos espera allí mismo, en el pesebre. Ella nos muestra, como a los pastores, al Dios que siempre nos sorprende, que no viene en el esplendor de los cielos, sino en la pequeñez de un pesebre. Confiémosle este nuevo año jubilar, entreguémosle las preguntas, las preocupaciones, los sufrimientos, las alegrías y todo lo que llevamos en el corazón. Ella es madre, Ella es madre. Confiémosle el mundo entero, para que renazca la esperanza, para que brote por fin la paz para todos los pueblos de la tierra.
La historia nos cuenta que, en Éfeso, cuando los obispos entraron en la iglesia, el pueblo fiel, con palos en las manos, gritó: «¡Madre de Dios!». Y seguramente los palos eran una promesa de lo que ocurriría si no declaraban el dogma de la «Madre de Dios». Hoy no tenemos palos, pero tenemos corazones y voces de niños. Por eso, todos juntos, aclamemos a la Santa Madre de Dios. Todos juntos, en voz alta: «¡Santa Madre de Dios!», tres veces. Todos juntos: «¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! Santa Madre de Dios!»
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