Papa Francisco | No pierdas el asombro del contacto con la Palabra de Dios

4 febrero, 2023

ÁFRICA

Papa Francisco | No pierdas el asombro del contacto con la Palabra de Dios, así lo pedía el Santo Padre en su mensaje compartido en el Encuentro con Obispos, Sacerdotes, Diáconos, Consagrados, Consagradas y Seminaristas. Fue durante la mañana del sábado 4 de febrero, en la Catedral de Santa Teresa en la ciudad de Yuba, Sudán del Sur en su segunda jornada en aquel país.

El Papa les decía, “en mi discurso de ayer, me inspiré en el curso de las aguas del Nilo, que atraviesa vuestro país como si fuera su columna vertebral. En la Biblia, el agua se asocia a menudo con la acción de Dios Creador, la compasión con la que apaga nuestra sed cuando vagamos por el desierto, la misericordia con la que nos purifica cuando caemos en los pantanos del pecado (…)”.

Continuando, señaló, “es precisamente desde una perspectiva bíblica desde la que me gustaría volver a examinar las aguas del Nilo. Por un lado, las lágrimas de un pueblo inmerso en el sufrimiento y el dolor, golpeado por la violencia, se vierten en el lecho de este curso de agua; un pueblo que sabe rezar como el salmista: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentamos y lloramos» (Sal 137,1)”.

Entonces, el Papa agregaba más adelante, “(…) las aguas del gran río nos remiten a la historia de Moisés y, por tanto, son signo de liberación y salvación: de aquellas aguas, en efecto, Moisés se salvó y, guiando a los suyos en medio del Mar Rojo, se convirtió en instrumento de liberación, icono del rescate de Dios que ve la aflicción de sus hijos, escucha su clamor y baja a liberarlos (cf. Ex 3,7)”.

En otro tramo preguntó: “Cómo ejercer el ministerio en esta tierra, a orillas de un río bañado por tanta sangre inocente, mientras los rostros de las personas que nos han sido confiadas están manchados por las lágrimas del dolor? Esta es la cuestión. Y cuando hablo de ministerio, lo hago en sentido amplio: ministerio sacerdotal, diaconal y catequético, ministerio docente, que tantos consagrados y laicos ejercen. Para intentar responder, me gustaría centrarme en dos actitudes de Moisés: la docilidad y la intercesión”.

Así explicaba el Santo Padre, “(…) nuestro trabajo viene de Dios: Él es el Señor y nosotros estamos llamados a ser instrumentos dóciles en sus manos. Moisés lo aprende cuando, un día, Dios viene a él, apareciéndosele «en una llama de fuego de en medio de una zarza» (Ex 3,2). Moisés se deja atraer, da cabida al asombro, se pone en actitud de docilidad para dejarse iluminar por la fascinación de aquel fuego, ante el que piensa: «Quiero acercarme para observar este gran espectáculo: ¿por qué no arde la zarza?» (v. 3). He aquí la docilidad que sirve a nuestro ministerio: acercarse a Dios con asombro y humildad. Hermanas y hermanos, ¡no perdáis la maravilla del encuentro con Dios! No pierdas el asombro del contacto con la Palabra de Dios. Moisés se dejó atraer y dirigir por Dios. La primacía no es nuestra, la primacía es de Dios (…)”.

Respecto de la intercesión, el Papa señaló, “Moisés experimentó a un Dios compasivo, que no permanece indiferente al clamor de su pueblo y baja a liberarlo. Esto es hermoso: bajando. Dios baja a liberarlo. Dios, por su condescendencia hacia nosotros, desciende entre nosotros hasta asumir nuestra carne en Jesús, experimentando nuestra muerte y nuestro infierno. Él siempre baja para levantarnos y los que lo experimentan son llevados a imitarlo. Es lo que hace Moisés, que «desciende» en medio de los suyos (…)”.

Completando, agregó, “(…) Obispos y sacerdotes, presbíteros y diáconos, párrocos y seminaristas, ministros ordenados y religiosos, respetando siempre la maravillosa especificidad de la vida religiosa: tratemos de superar entre nosotros la tentación del individualismo, de los intereses partidistas. Es muy triste cuando los pastores son incapaces de comulgar, no cooperan, ¡incluso se ignoran mutuamente! Cultivemos el respeto mutuo, la cercanía y la cooperación concreta. Si esto no sucede entre nosotros, ¿cómo podemos predicarlo a los demás?”

A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:

REUNIÓN CON OBISPOS, SACERDOTES, DIÁCONOS, CONSAGRADOS,

CONSAGRADOS, CONSAGRADAS Y SEMINARISTAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral de Santa Teresa (Yuba)

Sábado, 4 de febrero de 2023

Queridos Hermanos Obispos, Sacerdotes y Diáconos

queridos consagrados y consagradas,

queridos seminaristas, novicios y aspirantes, ¡buenos días a todos!

Desde hace mucho tiempo he alimentado el deseo de encontrarme contigo; por eso hoy quiero dar gracias al Señor. Agradezco al obispo Tombe Trille su saludo y a todos ustedes su presencia y sus saludos. Algunos han viajado días para estar hoy aquí. Siempre llevo en mi corazón algunos momentos vividos antes de esta visita: la celebración en San Pedro en 2017, durante la cual elevamos nuestra súplica a Dios por el don de la paz; y el retiro espiritual en 2019 con los Líderes Políticos, invitados para que, a través de la oración, tomaran en su corazón la firme decisión de buscar la reconciliación y la fraternidad en el país. Necesitamos sobre todo esto: acoger a Jesús, nuestra paz y nuestra esperanza.

En mi discurso de ayer, me inspiré en el curso de las aguas del Nilo, que atraviesa vuestro país como si fuera su columna vertebral. En la Biblia, el agua se asocia a menudo con la acción de Dios Creador, la compasión con la que apaga nuestra sed cuando vagamos por el desierto, la misericordia con la que nos purifica cuando caemos en los pantanos del pecado; Él, en el Bautismo, nos santificó «con agua que regenera y renueva en el Espíritu Santo» (Tito 3,5). Es precisamente desde una perspectiva bíblica desde la que me gustaría volver a examinar las aguas del Nilo. Por un lado, las lágrimas de un pueblo inmerso en el sufrimiento y el dolor, golpeado por la violencia, se vierten en el lecho de este curso de agua; un pueblo que sabe rezar como el salmista: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentamos y lloramos» (Sal 137,1). Las aguas del gran río, en efecto, recogen los gemidos dolientes de vuestras comunidades, recogen el grito de dolor de tantas vidas rotas, recogen el drama de un pueblo en fuga, la aflicción del corazón de las mujeres y el miedo grabado en los ojos de los niños. Puedes verlo, el miedo, en los ojos de los niños. Pero, al mismo tiempo, las aguas del gran río nos remiten a la historia de Moisés y, por tanto, son signo de liberación y salvación: de aquellas aguas, en efecto, Moisés se salvó y, guiando a los suyos en medio del Mar Rojo, se convirtió en instrumento de liberación, icono del rescate de Dios que ve la aflicción de sus hijos, escucha su clamor y baja a liberarlos (cf. Ex 3,7). Mirando la historia de Moisés, que condujo al pueblo de Dios a través del desierto, preguntémonos qué significa ser ministros de Dios en una historia marcada por la guerra, el odio, la violencia, la pobreza. ¿Cómo ejercer el ministerio en esta tierra, a orillas de un río bañado por tanta sangre inocente, mientras los rostros de las personas que nos han sido confiadas están manchados por las lágrimas del dolor? Esta es la cuestión. Y cuando hablo de ministerio, lo hago en sentido amplio: ministerio sacerdotal, diaconal y catequético, ministerio docente, que tantos consagrados y laicos ejercen.

Para intentar responder, me gustaría centrarme en dos actitudes de Moisés: la docilidad y la intercesión. Creo que estas dos cosas afectan a nuestras vidas aquí.

Lo primero que nos llama la atención de la historia de Moisés es su docilidad a la iniciativa de Dios. No debemos pensar, sin embargo, que siempre fue así: al principio había pretendido llevar a cabo por su cuenta el intento de luchar contra la injusticia y la opresión. Salvado por la hija del faraón en las aguas del Nilo, cuando descubrió su identidad se dejó conmover por el sufrimiento y la humillación de sus hermanos, hasta el punto de que un día decidió tomarse la justicia por su mano, abatiendo a un egipcio que maltrataba a un judío. Sin embargo, tras este episodio, tuvo que huir y permanecer en el desierto durante muchos años. Allí experimentó una especie de desierto interior: había creído que se enfrentaba a la injusticia con sus propias fuerzas y ahora, como consecuencia, se encontraba siendo un fugitivo, teniendo que esconderse, viviendo en soledad, experimentando la amarga sensación del fracaso. Me pregunto: ¿cuál había sido el error de Moisés? Pensando que él era el centro, confiando sólo en su propia fuerza. Pero entonces había sido prisionero de los peores métodos humanos, como responder a la violencia con violencia.

A veces puede ocurrir algo parecido en nuestra vida de sacerdotes, diáconos, religiosos, seminaristas, consagrados, de todos nosotros: por debajo pensamos que somos el centro, que podemos confiar, si no en teoría al menos en la práctica, casi exclusivamente en nuestras propias proezas; o, como Iglesia, que encontramos la respuesta al sufrimiento y a las necesidades de la gente a través de medios humanos, como el dinero, la astucia, el poder. En cambio, nuestro trabajo viene de Dios: Él es el Señor y nosotros estamos llamados a ser instrumentos dóciles en sus manos. Moisés lo aprende cuando, un día, Dios viene a él, apareciéndosele «en una llama de fuego de en medio de una zarza» (Ex 3,2). Moisés se deja atraer, da cabida al asombro, se pone en actitud de docilidad para dejarse iluminar por la fascinación de aquel fuego, ante el que piensa: «Quiero acercarme para observar este gran espectáculo: ¿por qué no arde la zarza?» (v. 3). He aquí la docilidad que sirve a nuestro ministerio: acercarse a Dios con asombro y humildad. Hermanas y hermanos, ¡no perdáis la maravilla del encuentro con Dios! No pierdas el asombro del contacto con la Palabra de Dios. Moisés se dejó atraer y dirigir por Dios. La primacía no es nuestra, la primacía es de Dios: confiarnos a su Palabra antes de utilizar nuestras propias palabras, acoger mansamente su iniciativa antes de centrarnos en nuestros proyectos personales y eclesiales.

Este dejarnos moldear mansamente es lo que nos hace vivir el ministerio de una manera renovada. Ante el Buen Pastor, comprendemos que no somos jefes, sino pastores compasivos y misericordiosos; no amos del pueblo, sino siervos que se inclinan para lavar los pies de nuestros hermanos y hermanas; no somos una organización mundana que administra bienes terrenales, sino que somos la comunidad de los hijos de Dios. Hermanas y hermanos, hagamos, pues, como Moisés en presencia de Dios: quitémonos las sandalias con humilde respeto (cf. v. 5), despojémonos de nuestra vanagloria humana, dejémonos atraer por el Señor y cultivemos nuestro encuentro con Él en la oración; acerquémonos cada día al misterio de Dios, para que Él nos asombre y queme la maleza de nuestro orgullo y de nuestras ambiciones desmedidas, y nos haga humildes compañeros de aquellos que nos han sido confiados.

Purificado e iluminado por el fuego divino, Moisés se convierte en instrumento de salvación para los que sufren; la docilidad hacia Dios le hace capaz de interceder por sus hermanos. He aquí la segunda actitud de la que quisiera hablarles hoy: la intercesión. Moisés experimentó a un Dios compasivo, que no permanece indiferente al clamor de su pueblo y baja a liberarlo. Esto es hermoso: bajando. Dios baja a liberarlo. Dios, por su condescendencia hacia nosotros, desciende entre nosotros hasta asumir nuestra carne en Jesús, experimentando nuestra muerte y nuestro infierno. Él siempre baja para levantarnos y los que lo experimentan son llevados a imitarlo. Es lo que hace Moisés, que «desciende» en medio de los suyos: lo hará varias veces durante la travesía del desierto. Él, de hecho, en los momentos más importantes y difíciles, sube y baja de la montaña de la presencia de Dios para interceder por el pueblo, es decir, para ponerse dentro de su historia y acercarlo a Dios. Hermanos y hermanas, interceder «no significa simplemente «rezar por alguien», como a menudo pensamos. Etimológicamente significa ‘dar un paso en medio’, situarse en medio de una situación» (C.M. Martini, Un grido di intercessione, Milán, 29 de enero de 1991). A veces no se consigue mucho, pero hay que hacerlo: un grito de intercesión. Interceder es, pues, bajar a ponerse en medio del pueblo, «hacerse puentes» que lo conecten con Dios.

Los pastores deben desarrollar precisamente este arte de «caminar en medio». Debe ser la especialidad de los pastores, caminar en medio: en medio del sufrimiento, en medio de las lágrimas, en medio del hambre de Dios y la sed de amor de sus hermanos y hermanas. Nuestro primer deber no es ser una Iglesia perfectamente organizada -eso lo puede hacer cualquier empresa-, sino una Iglesia que, en nombre de Cristo, se planta en medio de la vida sufriente del pueblo y se ensucia las manos por el pueblo. Nunca debemos ejercer el ministerio persiguiendo el prestigio religioso y social -eso tan feo de «hacer carrera»-, sino caminando en medio y juntos, aprendiendo a escuchar y a dialogar, colaborando entre nosotros los ministros y con los laicos. Aquí me gustaría repetir esta importante palabra: juntos. No lo olvidemos: juntos. Obispos y sacerdotes, presbíteros y diáconos, párrocos y seminaristas, ministros ordenados y religiosos, respetando siempre la maravillosa especificidad de la vida religiosa: tratemos de superar entre nosotros la tentación del individualismo, de los intereses partidistas. Es muy triste cuando los pastores son incapaces de comulgar, no cooperan, ¡incluso se ignoran mutuamente! Cultivemos el respeto mutuo, la cercanía y la cooperación concreta. Si esto no sucede entre nosotros, ¿cómo podemos predicarlo a los demás?

Volvamos a Moisés y, para profundizar en el arte de la intercesión, miremos sus manos. La Escritura nos ofrece tres imágenes a este respecto: Moisés con el bastón en la mano, Moisés con las manos extendidas, Moisés con las manos levantadas al cielo.

La primera imagen, la de Moisés con el báculo en la mano, nos dice que intercede con profecía. Con ese bastón realiza prodigios, signos de la presencia y el poder de Dios, en cuyo nombre habla, denunciando en voz alta el mal que sufre el pueblo y pidiendo al faraón que los deje marchar. Hermanos y hermanas, para interceder en favor de nuestro pueblo también estamos llamados a alzar la voz contra la injusticia y la prevaricación, que aplastan a las personas y utilizan la violencia para gestionar los negocios a la sombra de los conflictos. Si queremos ser pastores que interceden, no podemos permanecer neutrales ante el dolor causado por la injusticia y la violencia, porque allí donde una mujer o un hombre son lesionados en sus derechos fundamentales, Cristo mismo es ofendido. Me alegró oír en el testimonio del padre Luka que la Iglesia no deja de ejercer un ministerio que es a la vez profético y pastoral. Gracias. Gracias porque, si hay una tentación de la que debemos cuidarnos, es la de dejar las cosas como están y no interesarnos por las situaciones por miedo a perder privilegios y conveniencias.

Segunda imagen: Moisés con las manos extendidas. Él, dice la Escritura, «extendió su mano sobre el mar» (Ex 14:21). Sus manos extendidas son una señal de que Dios está a punto de actuar. Más tarde, Moisés sostendrá en sus manos las tablas de la Ley (cf. Ex 34,29) para mostrarlas al pueblo; sus manos extendidas indican la cercanía de Dios que actúa y acompaña a su pueblo. En efecto, para liberar del mal no basta con profetizar, es necesario tender los brazos a los hermanos y hermanas, apoyarles en su camino. Para acariciar el rebaño de Dios. Podemos imaginar a Moisés mostrando el camino y estrechando las manos de su pueblo para animarles a seguir adelante. Durante cuarenta años, ya anciano, permaneció cerca de los suyos. Y no fue una tarea fácil: a menudo tuvo que resucitar a un pueblo desanimado y cansado, hambriento y sediento, a veces incluso caprichoso, propenso a la murmuración y a la pereza. Y para realizar esta tarea también tuvo que luchar consigo mismo, pues a veces experimentó momentos de oscuridad y desolación, como aquel en que le dijo al Señor: «¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia ante tus ojos, hasta el punto de soportar la carga de todo este pueblo? […] Yo solo no puedo llevar la carga de todo este pueblo; es demasiado pesada para mí» (Números 11: 11, 14). Mira la oración de Moisés: está cansado. Sin embargo, Moisés no se retiró: siempre cerca de Dios, nunca se apartó de los suyos. También nosotros tenemos esta tarea: tender la mano, levantar a nuestros hermanos, recordarles que Dios es fiel a sus promesas, animarles a seguir adelante. Nuestras manos han sido «ungidas con el Espíritu» no sólo para los ritos sagrados, sino para animar, ayudar, acompañar a las personas a salir de lo que las paraliza, las cierra y las hace temerosas.

Por último, la tercera imagen: las manos levantadas al cielo. Cuando el pueblo cae en el pecado y se fabrica un becerro de oro, Moisés vuelve a subir al monte: ¡piensa en toda la paciencia! – y pronuncia una oración que es una verdadera lucha con Dios para que no abandone a Israel. Llega a decir: ‘Este pueblo ha cometido un gran pecado: se ha hecho un dios de oro. Pero ahora, si quieres perdonar su pecado… ¡Si no, bórrame de tu libro que has escrito!» (Ex 32,31-32). Se pone del lado del pueblo hasta el final, levanta la mano a su favor. No piensa en salvarse a sí mismo, no vende al pueblo por sus propios intereses. Él intercede. Moisés intercede, Moisés lucha con Dios; levanta los brazos en oración mientras sus hermanos luchan en el valle (cf. Ex 17,8-16). Apoyar en la oración las luchas del pueblo ante Dios, arrancar el perdón, administrar la reconciliación como canales de la misericordia de Dios que perdona los pecados: ¡ésa es nuestra tarea como intercesores!

Amados, estas manos proféticas, extendidas y levantadas cuestan esfuerzo, no es fácil. Ser profetas, compañeros, intercesores, mostrar con la propia vida el misterio de la cercanía de Dios a su pueblo puede exigir la propia vida. Tantos sacerdotes, monjas y religiosos -como nos contaba Sor Regina de sus hermanas- han sido víctimas de la violencia y de atentados en los que han perdido la vida. En realidad, han ofrecido su vida por la causa del Evangelio y su cercanía a los hermanos es un testimonio maravilloso que nos dejan y que nos invita a continuar su camino. Podemos recordar a San Daniel Comboni, que con sus hermanos misioneros llevó a cabo una gran obra de evangelización en esta tierra: decía que el misionero debe estar dispuesto a todo por Cristo y por el Evangelio, y que hacen falta almas audaces y generosas que sepan sufrir y morir por África.

Por eso quiero darles las gracias por lo que hacen en medio de tantas pruebas y trabajos. Gracias, en nombre de toda la Iglesia, por vuestra dedicación, vuestro valor, vuestros sacrificios, vuestra paciencia. Gracias. Os deseo, queridos hermanos y hermanas, que seáis siempre pastores y testigos generosos, armados sólo con la oración y la caridad; pastores-testigos, que se dejan sorprender mansamente por la gracia de Dios y se convierten en instrumentos de salvación para los demás; pastores y profetas de cercanía que acompañan al pueblo, intercesores con los brazos en alto. Que la Santísima Virgen te proteja. En este momento, pensemos en silencio en estos hermanos y hermanas nuestros que han entregado su vida en este ministerio pastoral aquí, y demos gracias al Señor por estar cerca. Damos gracias al Señor por su cercanía martirial. Recemos en silencio.

Gracias por su testimonio. Y si tienes un poco de tiempo, reza por mí. Gracias, señor.

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