PAPA LEÓN XIV | La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben ser silenciadas, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan, así lo afirmó Su Santidad al compartir su mensaje durante el encuentro con los peregrinos del Jubileo de las Iglesias Orientales. Fue en la mañana de hoy (hora de Roma), en el Aula Pablo VI, donde el Papa León XIV señaló, “(…) me alegra veros aquí precisamente con ocasión del Jubileo de la esperanza, cuyo fundamento indestructible es la resurrección de Jesús. Bienvenidos a Roma”.
Continuando, agregó, “(…) quisiera reiterar lo que el Papa Francisco ha dicho de las Iglesias orientales: «Son Iglesias que hay que amar: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; pensad en los primeros Padres, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024)”.
En otro párrafo, el Pontífice decía, “hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que generalmente se cree» y, con este fin, llegó a prescribir que «cualquier misionero latino, ya sea del clero secular o regular, que por consejo o ayuda atraiga a cualquier oriental al rito latino» debería ser «destituido y excluido de su cargo» (ibid.). Acogemos con satisfacción la llamada a salvaguardar y promover el Oriente cristiano, especialmente en la diáspora; aquí, además de erigir circunscripciones orientales donde sea posible y oportuno, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, orientaciones mediante las cuales los Pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales en la diáspora y conservar vivas sus tradiciones y enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven”.
Avanzando, León XIV señalaba, “vuestras espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro ante la misericordia divina, de modo que nuestra bajeza no causa desesperación, sino que nos invita a acoger la gracia de ser sanados, divinizados y elevados a las alturas celestiales. Debemos alabar y agradecer sin cesar al Señor por ello. Con vosotros podemos rezar las palabras de san Efrén el Sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte”.
En otro tramo de su mensaje el Papa preguntó: “¿Quién más que vosotros, que conocéis tan bien los horrores de la guerra que el Papa Francisco ha llamado «martiriales» a vuestras Iglesias (Discurso a la ROACO, cit.)? Es verdad: de Tierra Santa a Ucrania, del Líbano a Siria, de Oriente Medio a Tigray y al Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre las masacres de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, destaca un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20,19.21.26). Y precisa: «Os dejo la paz, os doy mi paz. No como la da el mundo, yo os la doy» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después de un conflicto, no es el resultado de una superación, sino que es un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valor para pasar página y volver a empezar”.
Completando, el Papa subrayó, “para que esta paz se difunda, haré todo lo posible. La Santa Sede está disponible para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que los pueblos recuperen la esperanza y reciban la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontrémonos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben ser silenciadas, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; (…)”.
A continuación, compartimos en forma completa en mensaje de Su Santidad León XIV:
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz sea con vosotros!
Eminencia, Excelencias,
queridos sacerdotes, consagrados y consagradas,
hermanos y hermanas,
Cristo ha resucitado. ¡Ha resucitado de verdad! Los saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano en este tiempo pascual no se cansa de repetir, profesando el núcleo de la fe y de la esperanza. Y me alegra veros aquí precisamente con ocasión del Jubileo de la esperanza, cuyo fundamento indestructible es la resurrección de Jesús. Bienvenidos a Roma. Me alegra encontrarme con vosotros y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.
Sois preciosos. Al miraros, pienso en la variedad de vuestras procedencias, en la historia gloriosa y en los amargos sufrimientos que muchas de vuestras comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que el Papa Francisco ha dicho de las Iglesias orientales: «Son Iglesias que hay que amar: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; pensad en los primeros Padres, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).
Quisiera citar también al Papa León XIII, que dedicó por primera vez un documento específico a la dignidad de vuestras Iglesias, dada sobre todo por el hecho de que «la obra de la redención humana comenzó en Oriente» (cf. Lett. ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, tenéis «un papel único y privilegiado como contexto originario de la Iglesia naciente» (San Juan Pablo II, Lett. ap. Orientale lumen, 5). Es significativo que algunas de vuestras Liturgias -estos días las celebráis solemnemente en Roma según diversas tradiciones- utilicen todavía la lengua del Señor Jesús. Pero el Papa León XIII hizo una sentida súplica para que la «legítima variedad de la liturgia y disciplina orientales […] redunde en […] el gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Lett. ap. Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es hoy muy actual, porque en nuestros días tantos hermanos y hermanas orientales, entre ellos varios de vosotros, obligados a huir de sus territorios de origen a causa de la guerra y la persecución, la inestabilidad y la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder no sólo su patria, sino también su propia identidad religiosa. Y así, con el paso de las generaciones, se pierde el inestimable patrimonio de las Iglesias orientales.
Hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que generalmente se cree» y, con este fin, llegó a prescribir que «cualquier misionero latino, ya sea del clero secular o regular, que por consejo o ayuda atraiga a cualquier oriental al rito latino» debería ser «destituido y excluido de su cargo» (ibid.). Acogemos con satisfacción la llamada a salvaguardar y promover el Oriente cristiano, especialmente en la diáspora; aquí, además de erigir circunscripciones orientales donde sea posible y oportuno, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, orientaciones mediante las cuales los Pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales en la diáspora y conservar vivas sus tradiciones y enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.
La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánto necesitamos recuperar el sentido del misterio, tan vivo en vuestras liturgias, que implican a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan el asombro ante la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! Y ¡qué importante es redescubrir, incluso en el Occidente cristiano, el sentido de la primacía de Dios, el valor de la mistagogía, la intercesión incesante, la penitencia, el ayuno, el llanto por los pecados propios y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Así pues, es crucial valorar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por conveniencia y comodidad, para que no se vean corrompidas por un espíritu consumista y utilitarista.
Vuestras espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro ante la misericordia divina, de modo que nuestra bajeza no causa desesperación, sino que nos invita a acoger la gracia de ser sanados, divinizados y elevados a las alturas celestiales. Debemos alabar y agradecer sin cesar al Señor por ello. Con vosotros podemos rezar las palabras de san Efrén el Sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte. [Gloria a ti que te has revestido del cuerpo del hombre mortal y lo has transformado en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don para pedir el de saber ver la certeza de la Pascua en cada aflicción de la vida y no desfallecer, recordando, como escribió otro gran padre oriental, que «el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascetici, I, 5).
¿Quién más que tú puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que vosotros, que conocéis tan bien los horrores de la guerra que el Papa Francisco ha llamado «martiriales» a vuestras Iglesias (Discurso a la ROACO, cit.)? Es verdad: de Tierra Santa a Ucrania, del Líbano a Siria, de Oriente Medio a Tigray y al Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre las masacres de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, destaca un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20,19.21.26). Y precisa: «Os dejo la paz, os doy mi paz. No como la da el mundo, yo os la doy» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después de un conflicto, no es el resultado de una superación, sino que es un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valor para pasar página y volver a empezar.
Para que esta paz se difunda, haré todo lo posible. La Santa Sede está disponible para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que los pueblos recuperen la esperanza y reciban la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontrémonos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben ser silenciadas, porque no resuelven los problemas sino que los aumentan; porque pasará a la historia quien siembra la paz, no quien cosecha víctimas; porque los otros no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no villanos a los que odiar, sino personas con las que hablar. Rechacemos las visiones maniqueas típicas de los relatos violentos, que dividen el mundo en buenos y malos.
La Iglesia no se cansará de repetir: callad las armas. Y quiero dar gracias a Dios por los que en el silencio, en la oración, en la ofrenda cosen hilos de paz; y por los cristianos -orientales y latinos- que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos hay que darles la oportunidad, no sólo palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. Por favor, ¡esfuércense por ello!
Y gracias, gracias, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde Jesús, Sol de Justicia, salió para ser «luces del mundo» (cf. Mt 5,14). Seguid brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que vuestras Iglesias sean ejemplo, y que vuestros Pastores promuevan rectamente la comunión, especialmente en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Que haya transparencia en la gestión de los bienes, que se dé testimonio de humilde y total entrega al pueblo santo de Dios, sin apego a los honores, a los poderes del mundo o a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo señalaba un bello ejemplo: «Así como quien echa polvo sobre la llama de un horno encendido la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas insignificantes y sin valor destruyen el calor del corazón que se encendió al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano exige, hoy más que nunca, liberarse de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélico.
Les doy las gracias por ello y os bendigo de corazón, pidiéndoos que recéis por la Iglesia y que elevéis vuestras poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. Gracias.
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