TIMOR ORIENTAL | La Iglesia existe para evangelizar, y nosotros estamos llamados a llevar a los demás el dulce perfume de la vida, la vida nueva del Evangelio, así lo afirmó el Santo Padre al compartir su mensaje durante el Encuentro con Obispos, Sacerdotes, Diáconos, religiosos, seminaristas y catequistas. Celebrado en la Catedral de la Inmaculada Concepción en la ciudad de Dili, Timor Oriental.
El Papa decía, “me alegra estar entre vosotros, en el contexto de un viaje que me ve peregrinar por las tierras de Oriente. Agradezco al arzobispo Norberto de Amaral las palabras que me ha dirigido, recordándome que Timor Oriental es un país «en los confines del mundo». Yo también vengo de los confines del mundo, ¡pero vosotros más que yo! Y me gusta decir: ¡precisamente porque está en el confín del mundo está en el centro del Evangelio! Es una paradoja que debemos aprender: en el Evangelio, las fronteras son el centro y una Iglesia que no es capaz de ir a las fronteras y se esconde en el centro es una Iglesia muy enferma”.
Continuando, agregó, “pensando en vuestras fatigas y en los desafíos que estáis llamados a afrontar, me ha venido a la memoria un pasaje muy sugestivo del Evangelio de Juan, que nos narra una escena de ternura e intimidad que tuvo lugar en casa de los amigos de Jesús, Lázaro, Marta y María (cf. Jn 12, 1-11). En cierto momento de la cena, María «tomó trescientos gramos de perfume puro de nardo, muy precioso, y ungió con él los pies de Jesús; luego los secó con sus cabellos, y toda la casa se llenó del aroma de aquel perfume» (v. 12,3).
María unge los pies de Jesús y ese perfume se esparce por toda la casa. Quisiera detenerme con vosotros precisamente en esto: el perfume, el perfume de Cristo, el perfume de su Evangelio, es un don que tenéis, un don que se os ha dado gratuitamente, pero que debéis custodiar y que todos estamos llamados a difundir juntos”.
En otro tramo de su mensaje, el Santo Padre decía de aquella tarea, “lo primero: custodiar el perfume. Siempre tenemos que volver al origen, al origen del don recibido, de nuestro ser cristianos, sacerdotes, religiosos o catequistas. Hemos recibido la vida misma de Dios por medio de Jesús, su hijo, que murió por nosotros y nos dio el Espíritu Santo. Hemos sido ungidos, estamos ungidos con el óleo de la alegría, y el apóstol Pablo escribe: «Porque somos ante Dios olor de Cristo» (2 Co 2, 15). ¡Ustedes son la fragancia de Cristo! Y este símbolo no os es desconocido: aquí en Timor, de hecho, el sándalo crece en abundancia, y su fragancia es muy apreciada y buscada también por otros pueblos y naciones”.
Continuando, el Papa se refirió al segundo aspecto, “difundir la fragancia. La Iglesia existe para evangelizar, y nosotros estamos llamados a llevar a los demás el dulce perfume de la vida, la vida nueva del Evangelio. María de Betania no utiliza el precioso nardo para adornarse, sino para ungir los pies de Jesús, y así difunde el aroma por toda la casa. En efecto, el Evangelio de Marcos precisa que María, para ungir a Jesús, rompe el frasco de alabastro que contenía el ungüento perfumado (cf. 14,3). La evangelización sucede cuando tenemos el valor de «romper» el frasco que contiene el perfume, de romper la «cáscara» que a menudo nos encierra en nosotros mismos y salir de una religiosidad perezosa, cómoda, vivida sólo para la necesidad personal”.
Finalmente, compartió, “(…) hacen falta monjas, religiosos, sacerdotes, catequistas apasionados, catequistas preparados y creativos. Se necesita creatividad en la misión. Y a los sacerdotes, en particular, me gustaría decirles: he aprendido que la gente se dirige a vosotros con mucho cariño llamándoos «Amu», que es el título más importante aquí, significa «señor». Sin embargo, esto no debe hacerte sentir superior al pueblo: vienes del pueblo, naciste de madres del pueblo, creciste con el pueblo. No olvides la cultura del pueblo que has recibido. No eres superior”.
A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO
A INDONESIA, PAPÚA NUEVA GUINEA
TIMOR-LESTE, SINGAPUR
(2-13 de septiembre de 2024)
ENCUENTRO CON OBISPOS, SACERDOTES, DIÁCONOS,
CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS, SEMINARISTAS Y CATEQUISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de la Inmaculada Concepción (Dili, Timor Oriental)
Martes, 10 de septiembre de 2024
Queridos hermanos obispos
queridos sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas
queridos catequistas, hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Muchos de los más jóvenes – seminaristas, religiosas, jóvenes – se quedaron fuera. Y ahora, cuando he visto al obispo, le he dicho que tiene que ampliar la catedral, ¡porque es una gracia tener tantas vocaciones! Damos gracias al Señor, y también a los misioneros que nos precedieron. Cuando vemos a este hombre [Florentino de Jesús Martins, de 89 años, de quien el Papa dijo que «rivalizaba con el apóstol Pablo»], que fue catequista toda su vida, podemos comprender la gracia de la misión que se le confió. Demos gracias al Señor por esta bendición para esta Iglesia.
Me alegra estar entre vosotros, en el contexto de un viaje que me ve peregrinar por las tierras de Oriente. Agradezco al arzobispo Norberto de Amaral las palabras que me ha dirigido, recordándome que Timor Oriental es un país «en los confines del mundo». Yo también vengo de los confines del mundo, ¡pero vosotros más que yo! Y me gusta decir: ¡precisamente porque está en el confín del mundo está en el centro del Evangelio! Es una paradoja que debemos aprender: en el Evangelio, las fronteras son el centro y una Iglesia que no es capaz de ir a las fronteras y se esconde en el centro es una Iglesia muy enferma. En cambio, cuando una Iglesia mira fuera, envía misioneros, se pone en esas fronteras que son el centro, el centro de la Iglesia. Gracias por situarse en las fronteras. Porque sabemos bien que, en el corazón de Cristo, las periferias de la existencia son el centro: el Evangelio está poblado de personas, figuras e historias que están en los márgenes, en las fronteras, pero que son convocadas por Jesús y se convierten en protagonistas de la esperanza que Él vino a traernos.
Me alegro con vosotros y por vosotros, porque sois los discípulos del Señor en esta tierra. Pensando en vuestras fatigas y en los desafíos que estáis llamados a afrontar, me ha venido a la memoria un pasaje muy sugestivo del Evangelio de Juan, que nos narra una escena de ternura e intimidad que tuvo lugar en casa de los amigos de Jesús, Lázaro, Marta y María (cf. Jn 12, 1-11). En cierto momento de la cena, María «tomó trescientos gramos de perfume puro de nardo, muy precioso, y ungió con él los pies de Jesús; luego los secó con sus cabellos, y toda la casa se llenó del aroma de aquel perfume» (v. 12,3).
María unge los pies de Jesús y ese perfume se esparce por toda la casa. Quisiera detenerme con vosotros precisamente en esto: el perfume, el perfume de Cristo, el perfume de su Evangelio, es un don que tenéis, un don que se os ha dado gratuitamente, pero que debéis custodiar y que todos estamos llamados a difundir juntos. Guardad el perfume, este don del Evangelio que el Señor ha dado a esta tierra de Timor Oriental, y difundid el perfume.
Lo primero: custodiar el perfume. Siempre tenemos que volver al origen, al origen del don recibido, de nuestro ser cristianos, sacerdotes, religiosos o catequistas. Hemos recibido la vida misma de Dios por medio de Jesús, su hijo, que murió por nosotros y nos dio el Espíritu Santo. Hemos sido ungidos, estamos ungidos con el óleo de la alegría, y el apóstol Pablo escribe: «Porque somos ante Dios olor de Cristo» (2 Co 2, 15).
Queridas hermanas, queridos hermanos, ¡ustedes son la fragancia de Cristo! Y este símbolo no os es desconocido: aquí en Timor, de hecho, el sándalo crece en abundancia, y su fragancia es muy apreciada y buscada también por otros pueblos y naciones. La propia Biblia alaba su valor, cuando dice que la reina de Saba visitó al rey Salomón y le ofreció sándalo como regalo (cf. 1 Reyes 10:12). No sé si la reina de Saba, antes de ir a ver a Salomón, hizo escala en Timor Oriental, tal vez, ¡y se llevó de allí el sándalo!
Hermanas, hermanos, ustedes son el perfume de Cristo, un perfume mucho más precioso que los perfumes franceses. Sois el perfume de Cristo, sois el perfume del Evangelio en este país. Como un árbol de sándalo, siempre verde, siempre fuerte, que crece y da fruto, también vosotros sois discípulos misioneros perfumados con el Espíritu Santo para embriagar la vida del santo pueblo fiel de Dios.
Sin embargo, no olvidemos una cosa: el perfume recibido del Señor hay que custodiarlo, hay que cuidarlo con esmero, como María de Betania lo había apartado, lo había guardado, precisamente para Jesús. Del mismo modo debemos custodiar el amor, cuidar el amor. No olvidéis esta frase: debemos custodiar el amor, con el que el Señor ha perfumado nuestra vida, para que no se marchite y pierda su aroma. ¿Qué significa esto? Significa ser conscientes del don que hemos recibido -todo lo que tenemos es un don, sed conscientes de ello-, recordar que el perfume no es para nosotros sino para ungir los pies de Cristo, anunciando el Evangelio, sirviendo a los pobres, significa velar por nosotros mismos porque la mediocridad y la tibieza espiritual están siempre al acecho. Y me acuerdo de algo que decía el cardenal De Lubac sobre la mediocridad y la mundanidad: «Lo peor que les puede pasar a las mujeres y a los hombres de Iglesia es caer en la mundanidad, en la mundanidad espiritual». Tened cuidado, conservad este perfume que nos da tanta vida.
Y añadiría una cosa más: miramos con gratitud a la historia que nos precedió, a la semilla de fe que sembraron aquí los misioneros. Estos tres que nos han hablado: la monja que vivió aquí toda su vida consagrada; este sacerdote que supo acompañar a su pueblo en los tiempos difíciles de la dominación extranjera; y este diácono a quien no se le trabó la lengua para anunciar el Evangelio y bautizar. Pensemos en estos tres ejemplos representativos de la historia de nuestra Iglesia. Es la semilla sembrada aquí. [Son también] las escuelas para la formación de los agentes pastorales y mucho más. Pero, ¿es esto suficiente? En efecto, debemos avivar siempre la llama de la fe. Por eso, quisiera deciros: no dejéis de profundizar en la doctrina del Evangelio, no dejéis de madurar en la formación espiritual, catequética y teológica; porque todo esto sirve para anunciar el Evangelio en esta cultura vuestra y, al mismo tiempo, para purificarla de formas arcaicas y a veces supersticiosas. La predicación de la fe debe inculturarse en vuestra cultura, y vuestra cultura debe ser evangelizada. Y esto vale para todos los pueblos, no sólo para ti. Si una Iglesia no es capaz de inculturar la fe, no es capaz de expresar la fe en los valores propios de esa tierra, será una Iglesia ética e infructuosa. Hay muchas cosas bellas en vuestra cultura, pienso especialmente en la fe en la resurrección y en la presencia de las almas de los difuntos; pero todo esto debe purificarse siempre a la luz del Evangelio, a la luz de la doctrina de la Iglesia. Por favor, comprométanse a ello, porque «toda cultura y todo grupo necesita purificarse y madurar».
Y llegamos al segundo punto: difundir la fragancia. La Iglesia existe para evangelizar, y nosotros estamos llamados a llevar a los demás el dulce perfume de la vida, la vida nueva del Evangelio. María de Betania no utiliza el precioso nardo para adornarse, sino para ungir los pies de Jesús, y así difunde el aroma por toda la casa. En efecto, el Evangelio de Marcos precisa que María, para ungir a Jesús, rompe el frasco de alabastro que contenía el ungüento perfumado (cf. 14,3). La evangelización sucede cuando tenemos el valor de «romper» el frasco que contiene el perfume, de romper la «cáscara» que a menudo nos encierra en nosotros mismos y salir de una religiosidad perezosa, cómoda, vivida sólo para la necesidad personal. Y me gustó mucho la expresión que utilizó Rosa cuando dijo: «una Iglesia en salida, una Iglesia que no se queda quieta, que no gira en torno a sí misma, sino que arde en la pasión de llevar a todos la alegría del Evangelio».
También vuestro país, enraizado en una larga historia cristiana, necesita hoy un renovado impulso evangelizador, para que llegue a todos la fragancia del Evangelio: fragancia de reconciliación y de paz después de los sufridos años de guerra; fragancia de compasión, que ayude a los pobres a salir adelante y suscite el compromiso de levantar la suerte económica y social del país; fragancia de justicia contra la corrupción. ¡Cuidado! Muchas veces la corrupción puede entrar en nuestras comunidades, en nuestras parroquias. Y, en particular, hay que difundir el perfume del Evangelio contra todo lo que humilla, lo que desfigura e incluso destruye la vida humana, contra esas plagas que generan vacío interior y sufrimiento como el alcoholismo, la violencia, la falta de respeto a la mujer. El Evangelio de Jesús tiene el poder de transformar estas oscuras realidades y de generar una nueva sociedad. El mensaje que ofrecéis los religiosos ante el fenómeno de la falta de respeto a la mujer es que las mujeres son la parte más importante de la Iglesia, porque se ocupan de los más necesitados: les cuidan, les acompañan. Acabo de visitar ese hermoso hogar para los más pobres y necesitados [Escuela Irmãs Alma para niños con discapacidad]. Hermanas, sed madres del pueblo de Dios; sabed «dar a luz» a las comunidades, sed madres. Esto es lo que quiero de vosotras.
Queridas hermanas, queridos hermanos, hace falta esta sacudida del Evangelio; y hoy, por eso, hacen falta monjas, religiosos, sacerdotes, catequistas apasionados, catequistas preparados y creativos. Se necesita creatividad en la misión. Y agradezco al señor Florentino su testimonio como catequista, edificante, ha dedicado gran parte de su vida a este hermoso ministerio. Y a los sacerdotes, en particular, me gustaría decirles: he aprendido que la gente se dirige a vosotros con mucho cariño llamándoos «Amu», que es el título más importante aquí, significa «señor». Sin embargo, esto no debe hacerte sentir superior al pueblo: vienes del pueblo, naciste de madres del pueblo, creciste con el pueblo. No olvides la cultura del pueblo que has recibido. No eres superior. Tampoco debes caer en la tentación del orgullo y del poder. ¿Y sabes cómo empieza la tentación del poder? Lo entiendes, ¿verdad? Mi abuela me decía: «El diablo siempre entra por los bolsillos»; por ahí entra el diablo, siempre entra por los bolsillos. Por favor, no pienses en tu ministerio como un prestigio social. No, el ministerio es un servicio. Y si alguno de vosotros no se siente servidor del pueblo, que vaya a pedir consejo a un sacerdote sabio para que le ayude en esta dimensión tan importante. Recordemos esto: con el perfume ungimos los pies de Cristo, que son los pies de nuestros hermanos y hermanas en la fe, empezando por los más pobres. Los más privilegiados son los más pobres, y con este perfume debemos cuidar de ellos. Es elocuente el gesto que hacen aquí los fieles cuando se encuentran con vosotros, sacerdotes: os toman la mano consagrada y se la acercan a la frente en señal de bendición. Es hermoso ver en este signo el afecto del pueblo santo de Dios, porque el sacerdote es instrumento de bendición: nunca, nunca, el sacerdote debe aprovecharse de su papel, siempre debe bendecir, consolar, ser ministro de compasión y signo de la misericordia de Dios. Y quizá el signo de todo esto sea el sacerdote pobre. Amad la pobreza como a vuestra esposa.
Queridos hermanos, un diplomático portugués del siglo XVI, Tomé Pires, escribió: «Los mercaderes malayos dicen que Dios creó Timor para el sándalo» (The Summa Oriental, Londres 1944, 204). Nosotros, sin embargo, sabemos que también hay otro perfume: además del sándalo hay otro, que es el perfume de Cristo, el perfume del Evangelio, que enriquece la vida y la llena de alegría.
Vosotros, sacerdotes, diáconos, religiosos: ¡no os desaniméis! Como nos recordaba el Padre Sancho en su conmovedor testimonio: «Dios sabe cuidar a los que ha llamado y enviado a su misión. En los momentos de mayor dificultad, pensad en esto: Él nos acompaña. Dejémonos acompañar por el Señor con espíritu de pobreza y espíritu de servicio. Os bendigo de corazón. Y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí. Pero rezad por mí, no contra mí. Gracias.
Y quisiera terminar con un gracias, un gran gracias por vuestros ancianos, sacerdotes ancianos que han pasado aquí su vida; religiosos ancianos que están aquí, que son extraordinarios, que han pasado su vida. Son nuestro modelo. Gracias.
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