PAPA LEÓN XIV | Dios nunca nos falla

13 agosto, 2025

PAPA LEÓN XIV | Dios nunca nos falla, así lo expresó el Santo Padre al compartir su mensaje durante la Audiencia General del miércoles. Celebrada en el Aula Pablo VI el Su Santidad León XIV, retomando el ciclo de catequesis que se desarrolla a lo largo de todo el Año Jubilar, «Jesucristo, nuestra esperanza», centró su meditación en el tema La traición. «¿Soy yo?» (Mc 14,19).

Al respecto, decía, “(…) continuamos nuestro camino en la escuela del Evangelio, siguiendo los pasos de Jesús en los últimos días de su vida. Hoy nos detenemos en una escena íntima, dramática, pero también profundamente verdadera: el momento en que, durante la cena pascual, Jesús revela que uno de los Doce está a punto de traicionarlo: «En verdad os digo: uno de vosotros, el que come conmigo, me traicionará» (Mc 14,18)”.

Seguidamente, el Santo Padre, agregó, “(…) la forma en que Jesús habla de lo que está a punto de suceder es sorprendente. No levanta la voz, no señala con el dedo, no pronuncia el nombre de Judas. San Marcos nos dice: «Comenzaron a entristecerse y a decirle, uno tras otro: “¿Soy yo?”» (Mc 14,19). Queridos amigos, esta pregunta —«¿Soy yo?»— es quizás una de las más sinceras que podemos hacernos a nosotros mismos. No es la pregunta del inocente, sino del discípulo que se descubre frágil”.

Profundizando, León XIV señalaba, “Jesús no denuncia para humillar. Dice la verdad porque quiere salvar. Y para ser salvados hay que sentir: sentir que se está involucrado, sentir que se es amado a pesar de todo, sentir que el mal es real pero no tiene la última palabra. Solo quien ha conocido la verdad de un amor profundo puede aceptar también la herida de la traición”.

En otro párrafo, compartía el Pontífice, “estamos acostumbrados a juzgar. Dios, en cambio, acepta sufrir. Cuando ve el mal, no se venga, sino que se entristece. Y ese «mejor que nunca hubiera nacido» no es una condena impuesta a priori, sino una verdad que cada uno de nosotros puede reconocer: si renegamos del amor que nos ha engendrado, si traicionando nos volvemos infieles a nosotros mismos, entonces realmente perdemos el sentido de nuestro haber venido al mundo y nos autoexcluimos de la salvación”.

Finalizando, decía, “(…) también nosotros podemos preguntarnos hoy, con sinceridad: «¿Soy yo acaso?». No para sentirnos acusados, sino para abrir un espacio a la verdad en nuestro corazón. La salvación comienza aquí: en la conciencia de que podríamos ser nosotros quienes rompemos la confianza en Dios, pero que también podemos ser nosotros quienes la recogemos, la custodiamos y la renovamos. En el fondo, esta es la esperanza: saber que, aunque podamos fallar, Dios nunca nos falla. Aunque podamos traicionarlo, Él no deja de amarnos. Y si nos dejamos alcanzar por este amor —humilde, herido, pero siempre fiel—, entonces podemos renacer de verdad”.

A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad León XIV:

Ciclo de catequesis – Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 2. La traición. «¿Soy yo?» (Mc 14,19)

Saludo improvisado antes del inicio de la audiencia general

Buenos días, ¡Buenos días a todos! ¡Buenos días!

Esta mañana tendremos la audiencia en varios lugares, en diferentes momentos, para estar un poco alejados del sol y del calor extremo. Les agradecemos su paciencia y damos gracias a Dios por el maravilloso regalo de la vida, del buen tiempo y de todas sus bendiciones.

Entonces, vamos a hacer la audiencia esta mañana en dos momentos, porque hay gente aquí al lado, gente en la basílica y también en la plaza. Bienvenidos todos. Y poco a poco vamos a ir saludando en cuanto sea posible a todos los grupos.

Entonces, hoy celebramos esta audiencia en diferentes momentos, un poco para protegernos del sol, del calor extremo. ¡Gracias por venir! ¡Bienvenidos todos!

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Queridos hermanos y hermanas,

continuamos nuestro camino en la escuela del Evangelio, siguiendo los pasos de Jesús en los últimos días de su vida. Hoy nos detenemos en una escena íntima, dramática, pero también profundamente verdadera: el momento en que, durante la cena pascual, Jesús revela que uno de los Doce está a punto de traicionarlo: «En verdad os digo: uno de vosotros, el que come conmigo, me traicionará» (Mc 14,18).

Palabras fuertes. Jesús no las pronuncia para condenar, sino para mostrar que el amor, cuando es verdadero, no puede prescindir de la verdad. La sala del piso superior, donde poco antes todo había sido preparado con esmero, se llena de repente de un dolor silencioso, hecho de preguntas, de sospechas, de vulnerabilidad. Es un dolor que también nosotros conocemos bien, cuando en las relaciones más queridas se insinúa la sombra de la traición.

Sin embargo, la forma en que Jesús habla de lo que está a punto de suceder es sorprendente. No levanta la voz, no señala con el dedo, no pronuncia el nombre de Judas. Habla de tal manera que cada uno puede preguntarse. Y eso es precisamente lo que sucede. San Marcos nos dice: «Comenzaron a entristecerse y a decirle, uno tras otro: “¿Soy yo?”» (Mc 14,19) .

Queridos amigos, esta pregunta —«¿Soy yo?»— es quizás una de las más sinceras que podemos hacernos a nosotros mismos. No es la pregunta del inocente, sino del discípulo que se descubre frágil. No es el grito del culpable, sino el susurro de quien, aunque quiere amar, sabe que puede herir. Es en esta conciencia donde comienza el camino de la salvación.

Jesús no denuncia para humillar. Dice la verdad porque quiere salvar. Y para ser salvados hay que sentir: sentir que se está involucrado, sentir que se es amado a pesar de todo, sentir que el mal es real pero no tiene la última palabra. Solo quien ha conocido la verdad de un amor profundo puede aceptar también la herida de la traición.

La reacción de los discípulos no es ira, sino tristeza. No se indignan, se entristecen. Es un dolor que nace de la posibilidad real de estar involucrados. Y precisamente esta tristeza, si se acoge con sinceridad, se convierte en un lugar de conversión. El Evangelio no nos enseña a negar el mal, sino a reconocerlo como una dolorosa oportunidad para renacer.

Jesús añade luego una frase que nos inquieta y nos hace pensar: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es traicionado! ¡Mejor para ese hombre si nunca hubiera nacido!» (Mc 14,21). Son palabras duras, sin duda, pero hay que entenderlas bien: no se trata de una maldición, sino más bien de un grito de dolor. En griego, ese «ay» suena como un lamento, un «ay», una exclamación de compasión sincera y profunda.

Estamos acostumbrados a juzgar. Dios, en cambio, acepta sufrir. Cuando ve el mal, no se venga, sino que se entristece. Y ese «mejor que nunca hubiera nacido» no es una condena impuesta a priori, sino una verdad que cada uno de nosotros puede reconocer: si renegamos del amor que nos ha engendrado, si traicionando nos volvemos infieles a nosotros mismos, entonces realmente perdemos el sentido de nuestro haber venido al mundo y nos autoexcluimos de la salvación.

Sin embargo, precisamente allí, en el punto más oscuro, la luz no se apaga. Al contrario, comienza a brillar. Porque si reconocemos nuestro límite, si nos dejamos tocar por el dolor de Cristo, entonces podemos finalmente renacer. La fe no nos ahorra la posibilidad del pecado, pero siempre nos ofrece una vía para salir de él: la de la misericordia.

Jesús no se escandaliza ante nuestra fragilidad. Sabe bien que ninguna amistad es inmune al riesgo de la traición. Pero Jesús sigue confiando. Sigue sentándose a la mesa con los suyos. No renuncia a partir el pan incluso para aquellos que lo traicionarán. Esta es la fuerza silenciosa de Dios: nunca abandona la mesa del amor, ni siquiera cuando sabe que lo dejarán solo.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos preguntarnos hoy, con sinceridad: «¿Soy yo acaso?». No para sentirnos acusados, sino para abrir un espacio a la verdad en nuestro corazón. La salvación comienza aquí: en la conciencia de que podríamos ser nosotros quienes rompemos la confianza en Dios, pero que también podemos ser nosotros quienes la recogemos, la custodiamos y la renovamos.

En el fondo, esta es la esperanza: saber que, aunque podamos fallar, Dios nunca nos falla. Aunque podamos traicionarlo, Él no deja de amarnos. Y si nos dejamos alcanzar por este amor —humilde, herido, pero siempre fiel—, entonces podemos renacer de verdad. Y empezar a vivir ya no como traidores, sino como hijos siempre amados.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor Jesús un corazón humilde y abierto a su gracia para que, como hacemos en la Eucaristía, esté dispuesto a reconocer las faltas, a pedir perdón y a empezar de nuevo cada día, con la certeza de sabernos infinitamente amados por Él. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

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