Hungría | La paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos

28 abril, 2023

Hungría | La paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos, así lo expresó el Santo Padre Francisco al compartir su mensaje en el encuentro con autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático de aquel país. Tras su arribo a Hungría, a la ciudad de Budapest en el marco del 41° viaje Apostólico el Santo Padre, fue recibido en el aeropuerto internacional Ferenc Liszt en las primeras horas de la mañana de hoy (hora local).

Seguidamente se trasladó hasta el Antiguo Monasterio de las Carmelitas donde se celebró el encuentro con autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, donde luego de escuchar los saludos de bienvenida, el Su Santidad compartió su mensaje. Luego de hablar sobre la historia fundacional de Hungría, el Papa señalaba que actualmente, “en el mundo en que vivimos, sin embargo, la pasión por la política comunitaria y el multilateralismo parece ser cosa del pasado: parece que asistimos al triste ocaso del sueño coral de la paz, mientras los solistas de la guerra se hacen un hueco.

En general, el entusiasmo por construir una comunidad de naciones pacífica y estable parece haberse desintegrado en la mente de la gente, mientras se marcan zonas, se marcan diferencias, vuelven a rugir los nacionalismos y se exasperan los juicios y los tonos hacia los demás”. Completando, agregaba, “(…) la paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos: atentas a las personas, a los pobres y al mañana; no sólo al poder, las ganancias y las oportunidades del presente”.

A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO

a HUNGRÍA

(28 – 30 de abril de 2023)

ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Antiguo Monasterio de las Carmelitas (Budapest)

Viernes 28 de abril de 2023

Señora Presidente de la República,

Primer Ministro,

distinguidos Miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático,

distinguidas Autoridades y Representantes de la sociedad civil,

Señoras y Señores

Les saludo cordialmente y agradezco a la Señora Presidente su bienvenida y también sus amables y profundas palabras. La política nace de la ciudad, de la polis, de la pasión concreta por la convivencia, la garantía de los derechos y el respeto de los deberes. Pocas ciudades nos ayudan a reflexionar sobre ello como Budapest, que no sólo es una capital señorial y vital, sino un lugar central en la historia: testigo de importantes virajes a lo largo de los siglos, está llamada a ser protagonista del presente y del futuro; aquí, como escribió uno de sus grandes poetas, «se abrazan las suaves olas del Danubio, que es pasado, presente y futuro» (A. József, Al Danubio). Quisiera, pues, compartir algunas reflexiones, tomando Budapest como ciudad de historia, ciudad de puentes y ciudad de santos.

1. Ciudad de historia. Esta capital tiene orígenes antiguos, como demuestran los vestigios celtas y romanos. Su esplendor, sin embargo, nos remonta a la modernidad, cuando fue capital del Imperio Austrohúngaro durante ese periodo de paz conocido como belle époque, que duró desde los años de su fundación hasta la Primera Guerra Mundial. Alzándose en tiempos de paz, ha conocido dolorosos conflictos: no sólo invasiones de antaño sino, en el siglo pasado, la violencia y la opresión causadas por las dictaduras nazi y comunista -¿cómo olvidar 1956? y, durante la Segunda Guerra Mundial, la deportación de decenas y decenas de miles de habitantes, con la población restante de origen judío encerrada en el gueto y sometida a numerosas masacres. En este contexto hubo muchos justos valientes -pienso en el Nuncio Angelo Rotta, por ejemplo-, mucha resistencia y un gran empeño en la reconstrucción, de modo que Budapest es hoy una de las ciudades europeas con mayor porcentaje de población judía, el centro de un país que conoce el valor de la libertad y que, tras haber pagado un alto precio a las dictaduras, lleva en sí la misión de custodiar el tesoro de la democracia y el sueño de la paz.

Al respecto, quisiera volver a la fundación de Budapest, que este año se celebra solemnemente. Tuvo lugar hace 150 años, en 1873, a partir de la unión de tres ciudades: Buda Óbuda al oeste del Danubio con Pest en la orilla opuesta. El nacimiento de esta gran capital en el corazón del continente recuerda el camino unificado emprendido por Europa, en el que Hungría encuentra su lecho vital. En la posguerra, Europa representó, junto con las Naciones Unidas, la gran esperanza, en el objetivo común de que un vínculo más estrecho entre las naciones evitaría nuevos conflictos. Desgraciadamente, no fue así. En el mundo en que vivimos, sin embargo, la pasión por la política comunitaria y el multilateralismo parece ser cosa del pasado: parece que asistimos al triste ocaso del sueño coral de la paz, mientras los solistas de la guerra se hacen un hueco. En general, el entusiasmo por construir una comunidad de naciones pacífica y estable parece haberse desintegrado en la mente de la gente, mientras se marcan zonas, se marcan diferencias, vuelven a rugir los nacionalismos y se exasperan los juicios y los tonos hacia los demás. En el plano internacional, parece incluso que la política tiene por efecto exacerbar los ánimos en lugar de resolver los problemas, olvidando la madurez alcanzada tras los horrores de la guerra y retrocediendo a una especie de infantilismo bélico. Pero la paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos: atentas a las personas, a los pobres y al mañana; no sólo al poder, las ganancias y las oportunidades del presente.

En esta coyuntura histórica, Europa es fundamental. Porque, gracias a su historia, representa la memoria de la humanidad y, por tanto, está llamada a desempeñar el papel que le corresponde: el de unir lo lejano, el de acoger a los pueblos en su seno y el de no dejar a nadie para siempre como enemigo. Por eso es esencial redescubrir el alma europea: el entusiasmo y el sueño de los padres fundadores, estadistas que supieron mirar más allá de su tiempo, más allá de las fronteras nacionales y de las necesidades inmediatas, generando diplomacias capaces de recomponer la unidad, no de ensanchar las grietas. Pienso en cuando De Gasperi, en una mesa redonda en la que también participaron Schuman y Adenauer, dijo: «Es por sí misma, no para oponerse a los demás, que preconizamos una Europa unida… trabajamos por la unidad, no por la división» (Discurso en la Mesa Redonda de Europa, Roma, 13 de octubre de 1953). Y de nuevo, a lo dicho por Schuman: «La contribución que una Europa organizada y vital puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de relaciones pacíficas», porque -¡palabras memorables! – la paz mundial sólo puede salvaguardarse mediante esfuerzos creadores proporcionados a los peligros que la amenazan» (Declaración Schuman, 9 de mayo de 1950). En esta fase histórica, los peligros son muchos; pero, me pregunto, aun pensando en la atormentada Ucrania, ¿dónde están los esfuerzos creativos por la paz?

2. Budapest es una ciudad de puentes. Vista desde arriba, «la perla del Danubio» muestra su carácter distintivo precisamente por los puentes que unen sus partes, armonizando su configuración con la del gran río. Esta armonía con el entorno me lleva a elogiar el cuidado ecológico que este país persigue con gran empeño. Pero los puentes, que conectan realidades diferentes, también nos sugieren que reflexionemos sobre la importancia de una unidad que no significa uniformidad. En Budapest, esto es evidente por la notable variedad de circunscripciones, más de veinte. Incluso la Europa de los veintisiete, construida para tender puentes entre las naciones, necesita la contribución de todos sin menoscabo de la singularidad de ninguno. A este respecto, un padre fundador predijo: «Europa existirá y nada se perderá que haya hecho la gloria y la felicidad de cada nación». Es precisamente en una sociedad más amplia, en una armonía más poderosa, donde el individuo puede afirmarse» (Intervención cit.). Esta armonía es necesaria: un todo que no aplane las partes y unas partes que se sientan bien integradas en el todo, conservando su propia identidad. A este respecto, es significativo lo que afirma la Constitución húngara: «La libertad individual sólo puede desarrollarse en cooperación con los demás»; y de nuevo: «Consideramos que nuestra cultura nacional es una rica contribución a la multicolor unidad europea».

Pienso, pues, en una Europa que no sea rehén de los partidos, presa del populismo autorreferencial, pero que tampoco se convierta en una realidad fluida, cuando no gaseosa, en una especie de supranacionalismo abstracto, ajeno a la vida de los pueblos. Este es el nefasto camino de las «colonizaciones ideológicas», que eliminan las diferencias, como en el caso de la llamada cultura de género, o anteponen conceptos reductores de libertad a la realidad de la vida, por ejemplo, ostentando como logro un insensato «derecho al aborto», que siempre es una trágica derrota. En cambio, qué maravilloso es construir una Europa centrada en la persona y en las personas, donde haya políticas eficaces para la natalidad y la familia -tenemos países en Europa con una media de edad de 46-48 años-, cuidadas con esmero en este país, donde las distintas naciones sean una familia en la que se aprecie el crecimiento y la singularidad de cada una. El puente más famoso de Budapest, el de las cadenas, nos ayuda a imaginar una Europa así, formada por muchos grandes eslabones diferentes, que encuentran su firmeza en la formación de sólidos lazos entre sí. En esto ayuda la fe cristiana, y Hungría puede actuar como «constructora de puentes», aprovechando su específico carácter ecuménico: aquí conviven sin antagonismos distintas Confesiones -recuerdo el encuentro que tuve con ellas hace año y medio-, colaborando respetuosamente, con espíritu constructivo. Con la mente y el corazón me dirijo a la abadía de Pannonhalma, uno de los grandes monumentos espirituales de este país, lugar de oración y puente de fraternidad.

3. Y esto me lleva a considerar el último aspecto: Budapest como ciudad de santos -la señora Presidenta mencionó a Santa Isabel-, como también sugiere el nuevo cuadro de esta sala. No podemos dejar de pensar en San Esteban, el primer rey de Hungría, que vivió en una época en la que los cristianos de Europa estaban en plena comunión; su estatua, en el interior del castillo de Buda, domina y protege la ciudad, mientras que la basílica a él dedicada en el corazón de la capital es, junto con la de Esztergom, el edificio religioso más imponente del país. Así pues, la historia húngara nació marcada por la santidad, y no sólo de un rey, sino de toda una familia: su esposa, la beata Gisela, y su hijo San Emerico. Este último recibió ciertas recomendaciones de su padre, que constituyen una especie de testamento para el pueblo magiar. Hoy me han prometido regalarme el tomo, ¡lo estoy esperando! Leemos allí unas palabras muy oportunas: «Te recomiendo que seas bondadoso no sólo con tu familia y parientes, o con los poderosos y ricos, o con tu prójimo y tu pueblo, sino también con los extranjeros». San Esteban lo justifica con auténtico espíritu cristiano, escribiendo: «Es la práctica del amor la que conduce a la felicidad suprema». Y concluye diciendo: «Sed mansos para no combatir nunca la verdad» (Admoniciones, X). De este modo combina inseparablemente la verdad y la mansedumbre. Es una gran enseñanza de fe: los valores cristianos no pueden testimoniarse a través de la rigidez y la cerrazón, porque la verdad de Cristo conlleva mansedumbre, conlleva dulzura, en el espíritu de las Bienaventuranzas. Aquí está arraigada esa amabilidad popular húngara, revelada en ciertas expresiones del habla común, como: «jónak lenni jó» [es bueno ser bueno] y «jobb adni mint kapni» [es mejor dar que recibir].

Esto demuestra no sólo la riqueza de una identidad sólida, sino la necesidad de apertura a los demás, como reconoce la Constitución cuando declara: «Respetamos la libertad y la cultura de los demás pueblos, nos comprometemos a cooperar con todas las naciones del mundo». Continúa afirmando: «Las minorías nacionales que viven con nosotros forman parte de la comunidad política húngara y son partes constituyentes del Estado», y se propone un compromiso «para el cuidado y la protección […] de las lenguas y las culturas de las minorías nacionales de Hungría». Esta perspectiva es verdaderamente evangélica y contrarresta cierta tendencia, a veces justificada en nombre de las propias tradiciones e incluso de la fe, a replegarse sobre uno mismo.

El texto fundacional, en unas pocas palabras decisivas impregnadas de espíritu cristiano, afirma también: «Declaramos que la asistencia a los necesitados y a los pobres es una obligación». Esto recuerda la continuación de la historia de la santidad húngara, relatada por los numerosos lugares de culto de la capital: del primer rey, que sentó las bases de la vida comunitaria, pasamos a una princesa que elevó el edificio a una mayor pureza. Es Santa Isabel, cuyo testimonio ha llegado a todas las latitudes. Esta hija de tu tierra murió a los veinticuatro años, tras renunciar a toda riqueza y repartirlo todo entre los pobres. Se dedicó hasta el final, en el hospital que había construido, al cuidado de los enfermos: es una joya resplandeciente del Evangelio.

Distinguidas Autoridades, deseo agradecerles la promoción de obras caritativas y educativas inspiradas en estos valores y en las que está comprometida la comunidad católica local, así como el apoyo concreto a tantos cristianos probados en el mundo, especialmente en Siria y Líbano. Una colaboración fructífera entre el Estado y la Iglesia es fecunda, pero, para serlo, necesita salvaguardar las debidas distinciones. Es importante que todo cristiano lo recuerde, teniendo como punto de referencia el Evangelio, para adherirse a las opciones libres y liberadoras de Jesús y no prestarse a una especie de colateralismo con la lógica del poder. Desde este punto de vista, es bueno un laicismo sano, que no caiga en el laicismo generalizado, que se muestra alérgico a todo aspecto sagrado y luego se inmola en los altares del beneficio. Los que se profesan cristianos, acompañados por los testigos de la fe, están llamados ante todo a dar testimonio y a caminar con todos, cultivando un humanismo inspirado en el Evangelio y enraizado en dos pistas fundamentales: reconocerse hijos amados del Padre y amar a cada uno como a un hermano.

En este sentido, San Esteban dejó a su hijo unas extraordinarias palabras de fraternidad, diciendo que ‘adorna al país’ quien llega a él con lenguas y costumbres diferentes. Porque -escribió- un país que sólo tiene una lengua y una costumbre es débil y está caído. Por eso os recomiendo que acojáis a los forasteros con amabilidad y los mantengáis en el honor, para que prefieran quedarse con vosotros antes que en otra parte’ (Admoniciones, VI). Es un tema, el de la acogida, que suscita muchos debates en nuestro tiempo y es ciertamente complejo. Sin embargo, para quienes son cristianos, la actitud de fondo no puede ser distinta de la que transmitió san Esteban, después de aprenderla de Jesús, que se identificó con el extranjero al que hay que acoger (cf. Mt 25,35). Es pensando en Cristo presente en tantos hermanos y hermanas desesperados que huyen de los conflictos, la pobreza y el cambio climático, como debemos abordar el problema sin excusas ni dilaciones. Es una cuestión que hay que abordar juntos, comunitariamente, también porque, en el contexto en que vivimos, las consecuencias afectarán tarde o temprano a todos. Por eso es urgente que, como Europa, trabajemos en vías seguras y legales, en mecanismos compartidos ante un desafío de época que no se puede frenar rechazando, sino que hay que aceptar para preparar un futuro que, si no es juntos, no será. Esto llama a primera línea a quienes siguen a Jesús y quieren imitar el ejemplo de los testigos del Evangelio.

No es posible mencionar a todos los grandes confesores de la fe de la Sagrada Panonia, pero quisiera al menos mencionar a san Ladislao y a santa Margarita, y referirme a algunas figuras majestuosas del siglo pasado, como el card. József Mindszenty, los beatos obispos mártires Vilmos Apor y Zoltán Meszlényi, y el beato László Batthyány-Strattmann. Ellos son, junto con tantos justos de diversos credos, padres y madres de vuestra Patria. A ellos quisiera confiar el futuro de este país, tan querido para mí. Y mientras os agradezco que hayáis escuchado lo que tenía pensado compartir -os agradezco vuestra paciencia-, os aseguro mi cercanía y mis oraciones por todos los húngaros, y lo hago pensando especialmente en los que viven fuera de la Patria y en aquellos que he conocido en vida y que tanto bien me han hecho. Pienso en la comunidad religiosa húngara a la que asistí en Buenos Aires. ¡Isten, áldd meg a magyart! [¡Dios, bendiga a los húngaros!]

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