Mons. Olivera | Estar una vez más en esta casa común de todos los argentinos, nos invita a pensar en la trascendencia que ha tenido la Virgen de Luján en nuestra historia nacional

13 octubre, 2022

Mons. Olivera | Estar una vez más en esta casa común de todos los argentinos, nos invita a pensar en la trascendencia que ha tenido la Virgen de Luján en nuestra historia nacional, así lo expresó el Obispo Castrense de Argentina al compartir la Homilía durante la celebración de la Santa Misa, en la Basílica de Ntra. Sra. de Luján. Fue en el mediodía del 13 de octubre, cuando Mons. Santiago Olivera, junto a los fieles de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Federales de Seguridad arribaban al Santuario de la Virgen Patrona de la República Argentina, en el marco de la XIX Peregrinación Castrense a Luján.

Presidió la Santa Misa, Mons. Santiago Olivera, concelebraron el Vicario General, Mons. Gustavo Acuña, el Capellán Mayor del Ejército Argentino, Padre Eduardo Castellanos, el Capellán Mayor de la FAA, Padre César Tauro, el Capellán Mayor de la GNA, Padre Jorge Masstu, el Capellán Mayor de la PNA, Padre Diego Tibaldo, el Capellán Mayor de la PSA, Padre Rubén Bonacina, el Rector del Seminario Diocesano, Padre Daniel Díaz Ramos y Capellanes Castrenses de las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales de Seguridad y el Capellán de la Policía Federal Argentina (PFA). Participaron autoridades de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Federales de Seguridad y fieles castrenses.

En la Homilía, Mons. Santiago luego de saludar a las autoridades e invitados presentes, decía, una vez más sean bienvenidos para que juntos –en esta décimo novena peregrinación- demos gracias a Dios por nuestra vocación de servicio, nada más y nada menos que en el Santuario de Luján, casa de quien fue la servidora por excelencia (…)”. Prosiguiendo, decía, “hemos escuchado en el Evangelio de San Lucas, las palabras: “Señor, no soy digno” que fueron pronunciadas por primera vez por un centurión romano, un hombre que militaba como soldado en la tierra de Israel”.

Agregando, el Obispo continuó, aunque era extranjero y pagano, amaba al pueblo de Israel, y –como el mismo Evangelio nos dice– incluso les había construido una sinagoga, una casa de oración. Por esta razón, los judíos apoyaron con gusto la petición que él quería hacer a Jesús de curar a su siervo”. Añadiendo, “en respuesta a la petición del centurión, Jesús parte hacia su casa. Pero en ese momento el centurión, queriendo ahorrar a Jesús el esfuerzo, le dijo: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres en mi casa; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano” (Lucas 7, 6-7). Cristo accedió al deseo del centurión, pero al mismo tiempo “se admiró” de las palabras de él; y dijo a la muchedumbre que lo seguía: “Les digo que ni en Israel he encontrado tanta fe””.

Profundizando, Mons. Olivera, señalaba, “repetimos las palabras del centurión cuando nos acercamos a la sagrada comunión, porque estas palabras expresan una fe fuerte y profunda. Las palabras son sencillas, pero contienen la verdad fundamental que expresa quién es Dios y quién es el hombre: Dios es el totalmente Santo, el Creador que nos da la vida y que hizo todo lo que existe en el universo.  Y nosotros, nos sabemos débiles, frágiles y necesitados”.

Sobre esto último, completaba, “esas muestras de fe y de humildad son la presencia lógica de lo trascendente en la vida terrena, tanto más necesaria cuando se trata de actos de sacrificio que exigen el valor supremo de la inmolación de sus propias vidas. Pero cuando olvidamos a Dios, inmediatamente perdemos de vista el significado más profundo de nuestra existencia y ya no sabemos quiénes somos nos lo recuerda el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes, número 36. Esto por cierto constituye una causa importante de la insatisfacción que suele hallarse en las sociedades muy desarrolladas”.

En otro párrafo, Mons. Santiago, subrayaba, la vocación militar y policial se vive como un don que no implica entonces un culto de la violencia sino una vocación a asegurar, a velar por el imperio de la Constitución, de la Ley, el orden y el derecho.  Así enfocada, su función en la sociedad civil adquiere su pleno significado. Porque ustedes son, en efecto, los hombres del deber, de la disciplina y, si fuera necesario, del sacrificio por el bien común: es decir, de la cumbre del amor: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, dice Jesús (Jn 15,13)”.

Entonces, añadía,la disciplina, las armas y la defensa de la soberanía y del orden interior, constituyen la exteriorización de la profesión castrense y policial; esta manifestación sería un absurdo si no tuviera un sentido profundo; ese sentido profundo nace de la fe en Dios, de la amistad con Él y la Eucaristía es la que da a cada uno el alimento espiritual necesario para cumplir adecuadamente las exigencias de su vocación. En esta tarea, ¡cuánto nos ayuda y alivia el tener presente –como cuando éramos niños-  a nuestra Madre del ¡Cielo!”

Avanzando, el Obispo entonces, recordó, los hijos dilectos de la Patria supieron responder a tal imperativo, rogando para que Ella estuviera siempre presente en la historia de nuestras Fuerzas, así Liniers al término de las jornadas heroicas de la reconquista de Buenos Aires ofrenda a la Virgen del Rosario las banderas tomadas; Belgrano la proclama el 27 de octubre de 1812 Generala del Ejército patriota en su advocación de las Mercedes y el General San Martín, mientras se prepara en el campamento de El Plumerillo, la proclama Generala del Ejército en su advocación de El Carmen, colocando con austera religiosidad su bastón de mando en la mano derecha”.

Seguidamente, decía, “estar una vez más en esta casa común de todos los argentinos, nos invita a pensar en la trascendencia que ha tenido la Virgen de Luján en nuestra historia nacional; enclavada en nuestro suelo, se quiso quedar para siempre en nuestra historia. No creo que haya en todo el mundo un caso similar al que recordamos, de una Virgen empecinada en quedarse en un determinado sitio, aún contra la voluntad de los hombres. Parecería un signo de nuestra historia, que aceptamos muy gustosos como argentinos, honradísimos de que la Virgen Santísima se haya querido radicar, hundirse en las entrañas mismas de nuestra pampa bonaerense”.

Mons. Santiago, también expresaba en la Homilía, que, “servir a la Patria desde las filas de nuestras Fuerzas, de nuestras Instituciones implica revitalizar esa fe del centurión, volver a considerarnos cabalmente creaturas de Dios: Él es nuestro Padre y María nuestra Madre”. Casi en el final, el Obispo compartía, “cuanto importa al respecto, no olvidar la oración, Jesús antes de sus grandes empresas se retiraba a solas para orar, sus discípulos viéndolo transfigurado por la oración le piden que también a ellos les enseñe a orar. Nuestra misma carta magna nos enseña a “invocar la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. “Dialogar con Dios es una gracia: nosotros no somos dignos –como el centurión-  pero Jesús es la puerta que nos abre a este diálogo con Dios”.

Homilía de Mons. Santiago Olivera, Obispo Castrense de Argentina.-

A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Mons. Santiago Olivera, Obispo Castrense de Argentina:

Homilía –  XIX Peregrinación de las Fuerzas Armadas y Federales de Seguridad

al Santuario de Luján

         «” Señor, no soy digno de que entres en mi casa” (Lc 7, 6).

          Queridos hermanos y hermanas integrantes de las Fuerzas Armadas y Federales de Seguridad, autoridades de los Ministerios y Municipales, Capellanes, Religiosas, Seminaristas, familias, una vez más sean bienvenidos para que juntos –en esta décimo novena peregrinación-  demos gracias a Dios por nuestra vocación de servicio, nada más y nada menos que en el Santuario de Luján, casa de quien fue la servidora por excelencia: María, Madre de Dios y nuestra también y a quien Jesús por su fidelidad nos la dio –al pie de la cruz- como Madre de todos.  Por esto le decimos de corazón a María, “aquí estamos tus hijos”.

           Hemos escuchado en el Evangelio de San Lucas, las palabras: “Señor, no soy digno” que fueron pronunciadas por primera vez por un centurión romano, un hombre que militaba como soldado en la tierra de Israel. Aunque era extranjero y pagano, amaba al pueblo de Israel, y –como el mismo Evangelio nos dice– incluso les había construido una sinagoga, una casa de oración. Por esta razón, los judíos apoyaron con gusto la petición que él quería hacer a Jesús de curar a su siervo.

          En respuesta a la petición del centurión, Jesús parte hacia su casa. Pero en ese momento el centurión, queriendo ahorrar a Jesús el esfuerzo, le dijo: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres en mi casa; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano” (Lucas 7, 6-7). Cristo accedió al deseo del centurión, pero al mismo tiempo “se admiró” de las palabras de él; y dijo a la muchedumbre que lo seguía: “Les digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”.

          Repetimos las palabras del centurión cuando nos acercamos a la sagrada comunión, porque estas palabras expresan una fe fuerte y profunda. Las palabras son sencillas, pero contienen la verdad fundamental que expresa quién es Dios y quién es el hombre: Dios es el totalmente Santo, el Creador que nos da la vida y que hizo todo lo que existe en el universo.  Y nosotros, nos sabemos débiles, frágiles y necesitados.

          Nuestros héroes militares sintieron siempre la necesidad de invocar a Dios antes de lanzarse a las batallas, ayudando a los hombres de armas e infundiéndoles un sentido moral superior que les permitió afrontar con éxito las mayores exigencias. Así la Eucaristía fue siempre el acto central de esas celebraciones en que se invocaba a Dios –como en la carta magna, nuestra Constitución Nacional- y se le agradecía los beneficios recibidos.

          Esas muestras de fe y de humildad son la presencia lógica de lo trascendente en la vida terrena, tanto más necesaria cuando se trata de actos de sacrificio que exigen el valor supremo de la inmolación de sus propias vidas.

          Pero cuando olvidamos a Dios, inmediatamente perdemos de vista el significado más profundo de nuestra existencia y ya no sabemos quiénes somos nos lo recuerda el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes, número 36. Esto por cierto constituye una causa importante de la insatisfacción que suele hallarse en las sociedades muy desarrolladas.

          La fe del centurión romano era grande. Sabía que no era digno de tal don, y que este don iba más allá de todo lo que él, un mero hombre, podía alcanzar o incluso desear, pues el don es en verdad sobrenatural. Lo maravilloso de este don es que nos permite alcanzar el objeto de nuestros más profundos anhelos: vivir para siempre en íntima unión con Dios que es la fuente de todo bien y con nuestros hermanos. Así la vocación militar y policial se vive como un don que no implica entonces un culto de la violencia sino una vocación a asegurar, a velar por el imperio de la Constitución, de la Ley, el orden y el derecho.  Así enfocada, su función en la sociedad civil adquiere su pleno significado. Porque ustedes son, en efecto, los hombres del deber, de la disciplina y, si fuera necesario, del sacrificio por el bien común: es decir, de la cumbre del amor: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, dice Jesús (Jn 15,13).

          La disciplina, las armas y la defensa de la soberanía y del orden interior, constituyen la exteriorización de la profesión castrense y policial; esta manifestación sería un absurdo si no tuviera un sentido profundo; ese sentido profundo nace de la fe en Dios, de la amistad con Él y la Eucaristía es la que da a cada uno el alimento espiritual necesario para cumplir adecuadamente las exigencias de su vocación.

          En esta tarea, ¡cuánto nos ayuda y alivia el tener presente –como cuando éramos niños-  a nuestra Madre del ¡Cielo!

          Los hijos dilectos de la Patria supieron responder a tal imperativo, rogando para que Ella estuviera siempre presente en la historia de nuestras Fuerzas, así Liniers al término de las jornadas heroicas de la reconquista de Buenos Aires ofrenda a la Virgen del Rosario las banderas tomadas; Belgrano la proclama el 27 de octubre de 1812 Generala del Ejército patriota en su advocación de las Mercedes y el General San Martín, mientras se prepara en el campamento de El Plumerillo, la proclama Generala del Ejército en su advocación de El Carmen, colocando con austera religiosidad su bastón de mando en la mano derecha.

          Estar una vez más en esta casa común de todos los argentinos, nos invita a pensar en la trascendencia que ha tenido la Virgen de Luján en nuestra historia nacional; enclavada en nuestro suelo, se quiso quedar para siempre en nuestra historia. No creo que haya en todo el mundo un caso similar al que recordamos, de una Virgen empecinada en quedarse en un determinado sitio, aún contra la voluntad de los hombres. Parecería un signo de nuestra historia, que aceptamos muy gustosos como argentinos, honradísimos de que la Virgen Santísima se haya querido radicar, hundirse en las entrañas mismas de nuestra pampa bonaerense.

          “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (cf Lc 7, 6). Servir a la Patria desde las filas de nuestras Fuerzas, de nuestras Instituciones implica revitalizar esa fe del centurión, volver a considerarnos cabalmente creaturas de Dios: Él es nuestro Padre y María nuestra Madre.

           Y no es fácil vivir con la fe. El Señor, en la palabra que hemos escuchado, se maravilló de este centurión: se maravilló de la fe que él tenía. Había emprendido un camino para encontrar al Señor, pero lo había hecho con fe. Por esto no solamente él ha encontrado al Señor, sino que ha sentido la alegría de ser encontrado por el Señor. Y este es precisamente el encuentro que queremos: el de la fe.

          Así, cuando nos dejamos encontrar por Él, es Él quien entra dentro de nosotros, es Él quien renueva todo, porque ésta es la venida, aquello que significa cuando viene Cristo: renovar todo, renovar el corazón, el alma, la vida, la esperanza, el camino. Cuando como hijos nos renovamos en Cristo, se renueva la familia, se renueva una comunidad y se renueva una Nación.
         

          Pero para ello es necesario tener un corazón abierto. “¡Corazón abierto, para que Él me encuentre! Y me diga aquello que Él quiera decirme, no lo que yo quiero escuchar.  Él es el Señor y Él me dirá lo que tiene para mí, porque el Señor no nos mira a todos juntos, como a una masa.  Nos mira a cada uno en la cara, a los ojos, porque el amor ¡es amor concreto! Dejarse encontrar por el Señor es justamente esto: dejarme llamar por mi nombre, por ese nombre concreto.

          Cuanto importa al respecto, no olvidar la oración, Jesús antes de sus grandes empresas se retiraba a solas para orar, sus discípulos viéndolo transfigurado por la oración le piden que también a ellos les enseñe a orar. Nuestra misma carta magna nos enseña a “invocar la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. “Dialogar con Dios es una gracia: nosotros no somos dignos –como el centurión-  pero Jesús es la puerta que nos abre a este diálogo con Dios”.

          Cuando meditamos la Pasión vemos que Dios está dispuesto a morir por los hombres a quienes ama siempre y pacientemente, sin pretender ser amado a cambio, esta verdad debe inspirarnos y sostenernos en nuestro servicio, en nuestra entrega, para seguir amando a nuestra Patria, a sus instituciones y a nuestros semejantes sólo esperando en primer lugar el gozo de servir hasta el extremo.

          Madre, aquí estamos tus hijos.

          Necesitamos a Jesucristo, EL es el Señor de la historia. El conoce nuestras preocupaciones, heridas y cansancios.  Él nos trae el don de la paz y de la fraternidad. Aquí estamos tus hijos María, ruega por nosotros Santa Madre de Dios. –

+ Santiago Olivera

                                                                                                   Obispo para las Fuerzas Armadas

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